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Ímprobo y esfuerzo

Últimamente, me ha dado por las palabras. Bueno, por las palabras me ha dado siempre, que son mi oficio, mi beneficio y mi devoción. Y, si no, que se lo digan al nombre de mis blogs, que se van por las aires o se fijan por escrito. Hoy habla de la palabra esfuerzoy sus acompañantes. Claro que nos esforzamos. Es cierto que alguna vez el esfuerzo es inútilo pequeño, pero nos gusta mucho que sea notable, considerable, gigantesco, ingente o tremendo. A veces, nos esforzamos tanto que el esfuerzo llega a ser titánico. Confieso mi admiración por el esfuerzo denodado.

Pero, sin lugar a dudas, la expresión ligada al esfuerzo que más me gusta es el ímprobo esfuerzo… y lo que ha cambiado su definición. En el DRAE de 1780 define ímprobo esfuerzocomo «Lo que cuesta gran trabajo, pero inútil, ó sin fruto». Por lo tanto, nuestro ímprobo esfuerzo era baldío. No sé si a fuerza de esforzarnos o a fuerza de no resignarnos o a fuerza de convertir el agua en vino, los significados cambian y de inútil pasa a significar excesivo en el DRAE de 1817: «Se aplica al trabajo excesivo y continuado»… y continúa así hasta el DRAE de 2001, en el que un ímprobo esfuerzo se convierte en: «Intenso, realizado con enorme aplicación».  Por lo tanto, todos los ímprobos esfuerzos han pasado de inútiles a excesivos, y de excesivos a intensos y aplicados. Será que nuestro esfuerzo lo merece.

Por cierto, que ímproboes algo carente de probidad. Pero ese ya es otro tema.

Imagen de Betsy Streeter.

(Esta entrada ha aparecido primero en mi blog VerbaVolant).

 

No importan de dónde vienen las palabras – Los anglicismos en el español

Ilan Stavans acaba de publicar un artículo muy interesante en The New York Times sobre los anglicismos en el español de Estados Unidos a propósito de la publicación reciente del Diccionario de anglicismos del español estadounidense, que figura en la bibliografía que remata esta entrada y a la que el profesor del Amherst College se enfrenta de forma crítica.

Como bien dice el profesor Stavans, esto de los extranjerismos en general y de los anglicismos en particular es un asunto que se trata con demasiada ligereza y, muy frecuentemente, desde un purismo muy mal entendido. En Estados Unidos, cada vez es más importante la presencia de una comunidad hispana que junta, asocia y mezcla el inglés con el español y el español con el inglés. Lo que en un principio puede parecer una mezcla dispar, no deja de ser una mezcla heteróclita. Sin más. Natural y ajustada a un contexto, a un momento y a una cultura. Solemos cerrarnos a la entrada de palabras extranjeras en una lengua, pero ignoramos la cantidad de palabras que utilizamos que, en su día, vinieron «de fuera» (o «de dentro», pero de gente «de fuera») y que hoy aceptamos con naturalidad.

Como dice Ilan Stavans, en un país como Estados Unidos, con cerca de 60 millones de latinos, ese contacto de lenguas no es ocasional, sino frecuente y corriente. El hecho indudable es que el español usado en Estados Unidos tiene unas peculiaridades que no solo han de ser estudiadas y reflejadas de forma académica, como ocurre con el diccionario que citamos de Francisco Moreno-Fernández, sino que se legitiman en lo más importante que tiene una lengua: su uso en una comunidad de hablantes. Adaptando una frase del profesor Stavans en el artículo, las lenguas no necesitan una nacionalidad para legitimarse. Como afirma Stavans, «En realidad, no importa de dónde vienen ni adónde van; lo que importa es que digan algo que la gente entienda».

¿Dónde acaba esa influencia mutua entre español e inglés en Estados Unidos? No lo sabemos. Yo diría más: ni lo sabemos ni nos interesa. Lo auténticamente importante es la riqueza de una lengua viva que se usa entre las familias y en la calle. Las lenguas y sus cambios no son un indicio de decadencia, sino de vivacidad y de riqueza. Como dice Ilan Stavans: «Las palabras, como las personas, cambian y se trasladan de un lugar a otro sin importar los muros ni los diccionarios».

Cómo escribir el apartado de conclusiones en los trabajos académicos

Es frecuente encontrarse con trabajos académicos (prácticas, trabajos, incluso algunos TFG o TFM) que no incorporan una conclusión o, si esta conclusión está presente, tiene una estructura y redacción deficientes. Aportamos aquí algunas ideas muy sencillas sobre las conclusiones en los trabajos académicos como orientación para los estudiantes.

El apartado de conclusiones es una de las partes más importantes de los trabajos académicos. Sin embargo, es frecuente que redactemos esta conclusiones de manera poco reflexiva, cuando ya estamos cansados de haber invertido mucho tiempo y dedicación a nuestro trabajo. Al final, escribimos de manera mecánica y rutinaria algunas líneas más como compromiso que auténticamente convencidos de su importancia. Sin embargo, un buen apartado final de reflexiones o conclusiones puede influir de manera muy positiva en la calificación de nuestro trabajo.

¿Qué elementos hay que incorporar en las conclusiones?

En general, podemos decir que en este apartado hemos sintetizar, redactadas de forma clara y sencilla, las ideas más importantes que hemos abordado en el trabajo, desde el planteamiento inicial hasta los resultados que hemos obtenido y la interpretación que puede derivarse de los mismos.

De forma más específica, hay que tener en cuenta los siguientes aspectos:

  • Los aspectos más relevantes de nuestro trabajo.
  • La importancia que tienen para el conjunto de una asignatura, una materia, el trabajo que hemos realizado o una línea de investigación.
  • Los logros y aportaciones que hemos conseguido con el trabajo.
  • Los aspectos que creemos que pueden mejorarse o trabajarse con más profundidad.
  • Incluso, podemos incorporar sugerencias sobre posibles maneras de profundizar en estos aspectos en el futuro o alternativas en la metodología o en el contenido que puedan resultar intereantes o significativas.

De alguna manera, las conclusiones tienen que cerrar el círculo que hemos iniciado en la introducción y que hemos ido delineando en el cuerpo del trabajo a través de sus distintas partes. Es importante destacar que no se trata de repetir ideas o datos ya reflejados en el trabajo, sino de efectuar una reflexión final sobre los mismos.Tampoco se trata de un mero resumen del trabajo, sino de la síntesis que relaciona todos los elementos estudiados.

[Dos consejos finales: no hay que añadir en las conclusiones elementos nuevos que no hayan sido tratados en el trabajo y tampoco hay que incorporar bibliografía específica en este apartado].

Bibliografía recomendada:

  • González García, J. M., León Mejía, A., & Peñalba, M. (2014). Cómo escribir un trabajo fin de grado : algunas experiencias y consejos prácticos. Madrid: Síntesis [para los alumnos de la UBU, está disponible en formato de libro electrónico bajo préstamo en este enlace].
  • González García, J. M., León Mejía, A., & Peñalba, M. (2016). Cómo escribir y publicar un artículo científico. Madrid: Síntesis [para los alumnos de la UBU, está disponible en formato de libro electrónico bajo préstamo en este enlace].
  • Regueiro Rodríguez, M. L., & Sáez Rivera, D. M. (2013). El español académico. Guía práctica para la elaboración de textos académicos. Madrid: Arco Libros.

 

 

¿Hará España un papelón este año en Eurovisión? Sobre unas palabras de Edurne

Estaña y Eurovisión son dos términos especialmente peligrosos si se ponen juntos. Las experiencias vividas por todos los eurofans de nuestro país en los últimos tiempos (ya unos cuantos años) están frecuentemente sembradas de esperanza, pero acaban en el choque ineludible y contundente de una clasificación adversa. Pese a que seamos multitud los que no seguimos con fervor este concurso de canciones y países en el que la polémica es frecuente, viviríamos en otro país y en otro mundo si no conociésemos algunos pormenores del devenir de nuestros cantantes.

Este año, después de que cantase el gallo en la última edición (basta poner «Manuel Navarro en Google para que le acompañe este lapsus vocal en el resultado de la búsqueda), parece que España está ilusionada con Amaia y Alfred y su canción (algo empalagosa, a mi modo de ver). Y España entera está con ganas de superar trabas y barreras y lograr una buena clasificación.

En este contexto, aparecen unas declaraciones de Edurne, nuestra representante en 2015 y que ocupó puestos de cola: «Creo que van a hacer un papelón».

Tengo a Edurne por una persona discreta, educada y bienintencionada, por lo que me extrañó mucho leer este titular, así que leo la noticia entera. Todo en sus declaraciones son elementos optimistas y piropos para la pareja y su canción: «me encantan», «tienen magia», «tienen talentazo», «la canción es preciosa». Nada pues, de rencor ni envidias, ni malas palabras. Edurne está segura de que participar en Eurovisión es una ocasión de goce y disfrute en una experiencia difícil de olvidar. Esto último se supone también afirmado en el plano positivo, imagino.

Edurne no dice lo que el titular dice que dice (sí, ya sé que esto es un lío). Lo que afirma Edurne es:

«Estoy segura de que van a hacer un papelón increíble»

Así que tenemos que acudir aquí, de forma inevitable, a la palabra papelón y realizar un breve análisis del término. De forma muy sencilla y breve, no es necesario conocer de manera muy profunda nuestra lengua puede deducir que la palabra papelón está compuesta por papel y un morfema derivativo. Este morfema, a veces, tiene carácter aumentativo. Así, un muchacho guapetón sabemos que es muy guapo, del mismo modo que, si es muy simpático, diremos que es simpaticón. Y así lo concibe, al parecer, Edurne. Por eso, afirma que Amaia y Alfred van a hacer un gran papel. Lo que pasa es que, en español, el sufijo –on tiene muchos otros matices (que no cabe analizar aquí). Pero resulta que, en la palabra papelón, no hay nada de aumentativo, como piensa Edurne. El Diccionario de la Lengua Española define papelón en su cuarta acepción –que es la que viene al caso– como «Actuación deslucida o ridícula de alguien».

Partimos, por supuesto, de que una comunidad de hablantes (o un hablante particular) puede dar el sentido que quiera a una palabra. Una palabra, a través del uso, puede cambiar de significado y puede emplearse con sentidos diferentes. Pero un hablante tiene que conocer también el significado y el sentido que se otorga a una palabra en el conjunto de sus hablantes.

Y, obviamente, hablar de cantantes, eurovisiones y papelones no es lo más adecuado. Lo tenemos que reconocer, a la espera de que Amaia y Alfred hagan un grandísimo papel y que el orgullo patrio brille por esta España que vive cantando… o que vive cuando cantan y ganan sus representantes.

Imagen de Juan Haro Rodríguez.

Esta entrada, publicada primero en ScriptaManent, aparecerá también en mi blog personal, VerbaVolant.

 

No tienes que verlo para saber que tienes que verlo – El museo del Louvre

La publicidad es un tipo de discurso persuasivo en el que es muy frecuente que se omitan elementos. No es necesario que haya una argumentación completa para que esta llegue al receptor de manera exitosa y eficaz. Esto, que ocurre de modo general en toda la comunicación publicitaria, se consigue plasmar de manera muy inteligente en la campaña realizada por Miami Ad School, una agencia alemana, para el Museo del Louvre.

El lema de la campaña es You don’t have to see it, to know you have to see it (No tienes que verlo para saber que tienes que verlo. Se trata de una bonita paradoja que evidencia que las obras que pueden apreciarse en el Louvre son sobradamente conocidas por el público, por lo que no necesitan ser mostradas más que de forma pixelada en las imágenes de la campaña. Por lo tanto, la campaña se basa en lo que no muestra y todos comprenden: No tienes que verlo [aquí] para verlo [en el Louvre]. Desde el punto de vista cognitivo, entendemos lo que no está por lo que está. O, lo que es lo mismo, es mucho mejor ver la auténtica realidad de lo que ya conocemos que ver una imagen. Sería la elevación por sublimación del Ceci n’est pas un pipe de Magritte (o, visto de una manera más crítica, su reducción al absurdo).

Para juzgar si este reconocimiento es completo por parte de todos los receptores, dejo, además de la Mona Lisa que encabeza la entrada, las imágenes del Juramento de los Horacios,  La Libertad guiando al pueblo y La balsa de la Medusa. Basta con que pinchéis sobre cada imagen.

 

La información sobre esta campaña me llegó a través de la web Ads of the World.

Esta entrada, publicada primero en ScriptaManent, aparecerá también en mi blog personal, VerbaVolant.

Porcentajes e interpretaciones en la prensa escrita. A propósito de un titular sobre la Universidad de Burgos

Esta mañana, me ha llamado la atención un titular del Diario de Burgos en su edición impresa. Aparecía ya como avance en portada:

La UBU atrae solo a 25 extranjeros de 800 docentes e investigadores en plantilla.

Desde luego, no es en dato halagüeño: el adverbio solo nos señala un dato del que se desprende un porcentaje bastante negativo. Las universidades deberían ser instituciones en las que se premia la excelencia y que deberían atraer a los mejores profesionales, sean de donde sean. Porque de ese solo también deducimos que es un número pequeño y que, para que las cosas funcionen mejor, tendría que haber muchos más. No es que los mejores sean los docentes e investigadores extranjeros, sino que es más fácil encontrar a los mejores si, en vez de sumar un personal de procedencia únicamente española, sumamos a los interesados de otras nacionalidades.

En la página seis, aparece ya la noticia desarrollada. Veamos el titular:

Se repite el titular del avance en portada, pero se añade una información que la precisa:

Suponen un 3 % del total, un punto por encima de la media nacional.

[Ccorrijo el original, ya que entre el número y el símbolo del porcentaje hay que dejar un espacio fino: OLE10, p. 590]

Creo que no hay un planteamiento correcto a la hora de redactar ese titular. Si leemos este titular por sí solo, interpretamos que la UBU tiene a muy pocos docentes e investigadores extranjeros. Este hecho, siendo cierto, conduce a contrastar esa escasez  en la Universidad de Burgos  con un número supuestamente mayor en otro sitio (el lector está empujado, por la teoría pragmática de la relevancia, a pensar que en otras universidades españolas). El dato añadido «un punto por encima de la media nacional» hace que el lector pueda sentirse extrañado, dado que un titular más optimista y realista (aunque, ciertamente, no un consuelo para la salud de nuestra querida institución), sería (por muy triste que sea el dato en sí):

«La UBU cuenta con más docentes e investigadores extranjeros que la media de las universidades españolas».

O, en todo caso, un titular realista y negativo para todos:

«Las universidades españolas atraen solo al 2 % de docentes e investigadores extranjeros».

O, también, uno negativo más general:

«Las universidades españolas cuentan con muchos menos investigadores y docentes extranjeros que las universidades europeas».

Insisto: el dato puede ser negativo, pero no lo es para la UBU en su justa comparación con el resto de universidades: el dato particular no puede emborronar el aserto general, que es el válido en este caso.

El desarrollo de la noticia explica muy bien a qué se debe esta circunstancia en todas las universidades españolas, pero eso ya es una cuestión de política educativa universitaria y no una cuestión comunicativa. El sistema de acceso a la docencia universitaria en España cuenta con un sistema de acreditación que no facilita nada las cosas para la incorporación de personal extranjero… y tampoco para una sana promoción de los investigadores y jóvenes promesas españolas. En efecto, nuestro país cuenta con un pésimo sistema de acceso a la función docente, que invade nuestros centros superiores de trabajadores precarios en forma de una figura de profesorado asociado perversamente entendida. De eso (quizás) tendremos que hablar otro día.

Un pequeño apunte para acabar: la redactora del Diario de Burgos escribe con gran corrección el adverbio solo. Para aquellos persistentes que defienden a ultranza el uso de solo como adverbio con tilde, les recomiendo la lectura atenta del artículo de Salvador Gutiérrez Ordóñez «Sobre la tilde en solo y en los demostrativos», aparecido 2016 en el BRAE. De esto, con toda seguridad, hablaremos otro día.

Hablemos de nuevo sobre las «almóndigas»

Hace ya tiempo, hablé sobre murciégalos, almóndigas y toballas, pero parece que los lingüistas predicamos en el desierto y que muchos prefieren un prejuicio bien asumido o un bulo por internet difundido por doquier que una realidad. Vaya por delante que me encanta que la lengua sea objeto de conversación. De algún modo, demuestra que apreciamos y valoramos nuestra forma de comunicarnos con los demás.

Hablo de nuevo sobre almóndigas, pero a través del interesantísimo artículo de Lola Pons en El País titulado «Toda la verdad sobre almóndiga». O, mejor, no hablo sobre almóndigas porque Lola Pons lo explica tan acertadamente que lo más recomendable es que leáis el artículo poniéndole en el contexto de los cambios de b/v hacia que han experimentado otras palabras. Para los que andan despistados, respecto a la almóndiga y la RAE, digámoslo de forma telegráfica: sí, es cierto que almóndiga aparece en el DLE. No, no es cierto que la RAE «acaba de» admitir, en un delirio apocalíptico, esta palabra junto con otras palabras «horripilantes» como cocreta (que, por si los amantes de los bulos no lo sabían, no aparece en este diccionario). Y recordemos que, cuando aparece almóndiga en el DLE, podemos comprobar, por un lado, que se remite a la palabra culta albóndiga (la fetén, para los puristas) y que el horror de internet viene con marcas de vulgar y desusada.

Conviene aquí tener en cuenta lo que nos dice Lola Pons sobre un aspecto más general que saca la cosa (y la palabra) de la anécdota para ofrecer un marco de reflexión mucho más necesaria: para que una palabra aparezca en el diccionario no es necesario que sea «la buena», sino que también están registradas las que se usan por otras circunstancias en una determinada zona, en un determinado registro, en un determinado «nivel» de lengua. Como dice la profesora Pons, quitar determinado tipo de palabras no tiene ningún sentido porque estaríamos ignorando que una lengua es heterogénea: «En cierta medida el diccionario es cementerio, es barrio rojo y es descampado: recoge palabras muertas, palabras marcadas como poco apropiadas para según qué contextos y palabras que solo usan una parte de los que hablamos español», dice Pons.

Como nos recuerda la lingüista y colaboradora de prensa Elena Álvarez Mellado en su artículo «El mito de las palabras que no están en la RAE»: «Las palabras no pertenecen a la RAE ni a los diccionarios, pertenecen a los hablantes. Los hablantes crean, producen, inventan palabras, y los diccionarios las recogen. Nunca al revés. Todas las palabras que aparecen hoy en el diccionario fueron acuñadas en algún momento y estuvieron fuera. Aun así, tenemos tan interiorizada la idea de que es el diccionario el que crea la lengua que decimos alegremente que una palabra no existe cuando no la encontramos en el diccionario». Teniendo en cuenta, por cierto, que hay mundos y palabras y diccionarios más allá de la RAE.

Y, como concluye el artículo, sorprende que haya una tendencia social para que el diccionario sea un elemento sancionador de la verdad y la corrección y no un notario de lo que existe en otros lugares y en otros barrios, en otras comunidades. Y, sobre todo, «tanto discutir entre estas dos variantes nos está alejando del asunto principal que España debe dirimir: ¿en qué bar de este país sirven las mejores albóndigas?».

Aprovecho para recomendar la lectura de las colaboraciones en prensa de Lola Pons (en Twitter, @Nosolodeyod) y de Elena Álvarez Mellado (@lirondos en Twitter). Y finalizo con una pequeña apuesta: ¿qué nos jugamos a que muchas de mis amistades en las redes sociales (apuesto 20 a 1 en Facebook) comentan algo sobre almóndigas sin haber leído estas líneas accidentales ni las esenciales de Pons?

(Este artículo aparece inicialmente en ScriptaManent).

La coma del vocativo. De una vez por todas

Como nos recuerda la OLE10 (la Ortografía de la lengua española de 2010):

“Se llama vocativo a la palabra o grupo de palabras que se refieren al interlocutor y se emplean para llamarlo o dirigirse a él de forma explícita”

Ejemplos:

¿Me escuchas, cariño?

¿Puede atenderme el jueves por la tarde, doctora Fernández?

Hola, Pedro.

Esta situación, queridas compañeras, no se puede mantener durante mucho más tiempo.

Sí, señor.

A sus órdenes, mi comandante.

¿Vas a venir al cine, Montse?

¿Montse, vas a venir al cine?

 

Hace unos días, escribí un tuit a raíz de un vocativo mal empleado en el diario El Mundo:

El error fue corregido al poco tiempo en la edición digital del diario (sin darme siquiera las gracias), pero es un ejemplo claro de que es necesario separar el vocativo por una coma. Obviamente, no es lo mismo «Esther, te toca» que «Esther te toca». Esto no es un capricho, sino una manifestación de algo evidente: como nos recuerda la OLE10, cuando una expresión nominal funciona como vocativo, se pronuncian como átona. En los ejemplos de esta obra, en «Puede irse, capitán Ochoa» se pronuncia [kapitanochóa] (adviértase que en esta obra no se hace una transcripción fonética pura, sino simplificada). Sin embargo, cuando decimos el capitán Ochoa la palabra capitán recupera su tonicidad: [elkapitán ochóa].

En otro lugar de la obra, se nos recuerda que la puntuación segmenta el discurso y ayuda a establecer claramente las funciones gramaticales y las relaciones sintácticas que existen entre ellos. Como en el ejemplo de Twitter, es clara la diferencia entre:

Eugenia escucha con atención.

Eugenia, escucha con atención.

 

Alberto escribe bien.

Alberto, escribe bien.

Por lo tanto, cuando nos dirigimos al interlocutor de forma explícita, es necesario poner una coma. La OLE10 lo afirma de manera tajante: «los vocativos se escriben siempre entre comas, incluso cuando los enunciados son muy breves».

Últimamente, parece que esa coma del vocativo ha desaparecido del mapa. Y no solo en contextos más coloquiales o cotidianos, sino en el mundo académico, tanto en correspondencia por correo electrónico (casi nunca un «Hola, compañero» sino *»Hola compañera) como en contextos escritos aún más formales. El vicio se ha extendido tanto que aparece ya incluso en escritos de corte institucional.

La ortografía es una convención que pertenece a una comunidad y es conveniente que, mientras la norma no cambie, las personas cultas la respeten.

Bibliografía:

Asociación de Academias de la Lengua Española. (2010). Ortografía de la lengua española. Madrid: Espasa-Calpe.

La ortografía y los actos sociales

Los profesores de Lengua y de Lingüística nos encontramos en una situación incómoda:

Por un lado, como lingüistas, somos muy conscientes de que no existe nada que sea correcto o incorrecto. Nuestra tarea, en este sentido, es descriptiva o, como mucho, explicativa. Y cuando nos llega una variante rara, un fenómeno extraño, una forma peculiar, nos ponemos más contentos que un muchachito cateto cuando le notifican que ha sido seleccionado para Acapulco Shore. Es más, la mayor parte de la población mundial piensa que a lo largo de nuestros estudios universitarios no hemos hecho otra cosa que aprender a distinguir cosas correctas de engendros incorrectos, pero, afortunadamente, nos dedicamos a estudiar cosas más sugerentes o interesantes.

Por otro lado, como profesores de Lengua, nos encontramos en una posición privilegiada para abordar, con perspectiva, cuestiones sobre el uso del lenguaje en sociedad. Y podemos orientar y aconsejar a los demás –y aplicarnos el cuento– para realizar con éxito esa inserción en la sociedad por medio del lenguaje. En una cultura determinada, todos conocemos cuál es el protocolo para presentar a una persona y sabemos, además, ajustarlo a una situación determinada: parece obvio, por ejemplo, que no es lo mismo presentar a alguien en un ámbito formal que en un grupo informal de amistades. Las normas en la mesa también nos son de utilidad. Si asistimos a una comida muy protocolaria, nos ayudará sobremanera saber cómo tenemos qué sentarnos y cómo servirnos del utillaje que se encuentra a nuestra disposición. Como no nos gusta que nos pase como a Julia Roberts en Pretty Woman, es agradable y conveniente tener un consejero que nos enseñe qué copa utilizamos para el agua y cuál para el vino tinto, o qué tenedor nos viene bien para la carne y cuál para los entrantes. Asimismo, agradeceremos que nos hayan aconsejado no chupar la pala del pescado o cómo poner los cubiertos en el plato para indicar que hemos terminado o no. Lo absurdo sería pensar que todas las comidas son de postín y que estamos siempre de cena de rechupete con Isabel II en el palacio de Buckingham. Porque sería igual de incoherente estar de chuletada con amigotes (y amigotas) y menospreciar las chuletillas y el chorizo porque no nos han puesto un bajoplato y criticar la presencia de abundantes servilletas de papel, el porrón o los vasos de plástico. Y depende también de si estamos en China o en España para saber si sorber o no la sopa o cómo acercarnos la comida a la boca.

Este –creo– es el cometido que debe de tener la ortografía en la sociedad. No para mirar por encima del hombro a nadie, no para menospreciar una variante sobre otra, no para formar parte de una élite (o elite 🙂 ). Se trata, por lo tanto, no de que impere el normativismo porque sí, sino que predomine y gane el sentido común. Como en todas las sociedades, tenemos personas apocalípticas e integradas, pro- y antisistema. Hay lingüistas punki y acomodaticios, modernos y de toda la vida. Personas que al oír la palabra RAE sufren de alteraciones del ritmo cardíaco, sudoración y arrobo, y amantes de la pleitesía extrema y de doblar el espinazo ante cualquier cosa porque la diga alguien con autoridad. La cosa, desde luego, es mucho más compleja y tiene más variantes, pero creo que sirve para esquematizar lo que quiero decir.

Es curioso que en esto de la ortografía seamos tan fieles a lo que nos han enseñado desde pequeños que nos negamos a aceptar cualquier cambio, sea o no razonable. La lengua nos la suda, pero nos negamos a admitir que guion no lleve tilde, por lógicas que sean las razones. O que, por fin, se resuelva la incoherencia que suponía que rió llevase tilde cuando río la lleva también. Que se defienda a capa y espada que las mayúsculas no llevan tilde porque algún profesor mal informado lo dijo en su momento. Tengo unos cuantos conocidos apellidados Saiz que se empecinan en poner tilde a su apellido del mismo que tengo a otros tantos próximos apellidados Díez que mantienen a capa y espada que su apellido no lleva tilde. Lo importante, a mi juicio, es tener una base de educación común para saber qué hacer con las palabras y cómo escribirlas. No se trata, como digo, de denigrar al que no lo sabe, sino de que, poco a poco, todos nos podamos sentir cómodos en la escritura, que no es natural en los seres humanos como la palabra hablada y que puede no ser fácil. Como lingüistas, cada uno de nosotros puede ser fonetista, etimologista, encauzador del uso o una evolución o mezcla de todas esas cosas. A la sociedad, eso se la debe traer al pairo. Como profesores de lengua, podemos canalizara algunos conocimientos sencillos que ayuden a las personas cuando se sientan a la mesa del lenguaje escrito.

¿Llevaremos a la cárcel al que encabece un correo electrónico con la fórmula «Estimada colega» y ponga, después, una coma? Está claro que no. ¿Cadena perpetua para el que ponga mayúsculas a la primavera, a los sábados o las mañanas de abril? Ni hablar. ¿Pena de muerte por escribir mal un prefijo o un punto tras un símbolo? Ni de coña. Tomemos la ortografía como un juego de cartas. Expliquemos bien las reglas –que sean pocas y claras, por favor– y, sobre todo, animemos a la gente a jugar. Y también a juzgar y a insubordinarse. La ortografía no tiene que ser un porque sí, sino un algo razonado en su evolución. Pongo un ejemplo de regla absurda en un determinado contexto: nos ponemos a guasapear y, sin emplear ningún emoji, queremos poner la onomatopeya de una carcajada. La ortografía académica nos aconseja separar cada elemento y poner comas (ja, ja, ja, ja). Pero no olvidemos que estamos en el contexto de amigotes y chuletas. Cualquier persona sensata tirará la regla por la ventana y se reirá (jajajajaja). Es certero, eficaz y, sobre todo, rápido y práctico. Eso sí, las comas pueden salvar vidas, como nos recuerda José Antonio Millán en su libro Perdón imposible (nótese la diferencia que hay entre «Perdón imposible, que cumpla condena» y «Perdón, imposible que cumpla su condena»).

Desde hace ya unos años, puede detectarse un declive en el uso de una ortografía ajustada a las normas. Como decía más arriba, no me refiero a personas sin formación, sino a profesionales, profesores incluso, que trabajan con la palabra escrita de forma cotidiana. Lo importante, a nuestro juicio, es conocer las normas elementales de vestir. Y luego, cada cual que se vista como le dé la gana, sabiendo lo que eso representa. Si a nadie se le ocurre acudir a dar una charla a pecho descubierto o a la boda de su hermana en paños menores, estaría bien que supiera cómo puntuar de forma correcta un texto.

Imagen de Jef Safi.

Si quieres triunfar en una discusión, da la razón a tu adversario

Respect, by Eric Langley

A menudo, pensamos que dejar noqueado a nuestro «adversario» en un combate dialéctico nos hace ganar la partida. Puede que en algunos casos sea así, pero quizás las heridas cicatricen con el bálsamo de la venganza y la sangre se limpie con un paño de rencor. Por eso, cuando argumentamos  no siempre tenemos que sentirnos ganadores implacables. No es buena elección desde un punta de vista humano (pero ya sabemos que es frecuente que el campo de la comunicación humana no sea un campo lleno de margaritas y que, a veces, hay que tener en cuenta otras cosas). La argumentación tiene una parte de «verdad», que la emparenta con la lógica, pero también posee otra parte decisiva de «estrategia», que procede de la retórica. A fin de cuenta, nuestra comunicación habitual no es ni totalmente verdadera ni falsa por completo.

La pregunta es: ¿se puede ganar haciendo partícipe a tu contrincante de la victoria? La respuesta es: no solo se puede, sino que se debe. Aquí explicaremos cómo:

Cuando alguien objeta algo a una idea que hemos planteado, es muy frecuente que nos defendamos intentando echar por tierra su contraaragumentación. Mala idea. Como hemos apuntado, se sentirá hundido y ofendido, y eso  siempre y cuando hayamos rebatido de una forma convincente. Podría ocurrir que hubiésemos dejado lugar a las entre nuestro auditorio. Podría ocurrir que nuestra ganas de herir hagan que todos se pongan de parte del «débil». Mucho riesgo para poca ganancia. Y, encima, mala conciencia, que a veces procede de matar moscas a cañonazos.

Pero también podemos darle la razón. No esa razón con la que contestamos: «Para ti la perra gorda». Tampoco esa en la que decimos: «Que sí, majo», dándole la razón como los tontos, ya que volveríamos a dejar ese poco amargo del párrafo anterior, con el plus de una prepotencia totalmente impotente.

¿Hemos pensado alguna vez en darle la razón? Sí, fulanito (o fulanita, claro), tienes razón. ¿Qué maravilla, no? En primer lugar, porque nadie suele esperar esa reacción en un debate dialéctico por parte de su contrincante. En segundo lugar (y fundamentalmente), porque esa será una baza casi segura para triunfar. Todavía recuerdo a un exministro en una conferencia en mi ciudad. En el turno de preguntas, el típico pesado se explayó hablando de lo divino y lo humano, con una opinión de lo más peregrina. Entre el auditorio se mezclaban las risas condescendientes, los gritos de protesta, el sentimiento de desasosiego por el trago que tenía que estar pasando el conferenciante. Cuando la persona que preguntaba acabó, todos esperábamos una respuesta agria, una chanza maligna o una negación contundente, pero no. La respuesta fue: «Tiene usted razón». Al protestante lo dejó planchado y a nosotros estupefactos.

Ya sabemos que ahora todos pensaréis que claro, eso es dejar que la victoria caiga del lado contrario, pero no. La retórica clásica tenía un recurso expresivo llamado concessio, que el gran teórico Heinrich Lausberg catalogaba dentro de las figuras frente al asunto como una figura dialéctica. La concessio no es un recurso para perder o para dejar ganar, sino para sacar ventaja psicológica y contraatacar de forma efectiva. Volvamos al caso de nuestro conferenciante, que no se quedó solo en el «Tiene usted razón». Dejó pasar tres segundos –sublimes para crear intriga– para, partiendo de esa concesión, matizar su afirmación con otros datos. En el fondo, tras todo lo que dijo, había demolido gran parte de los argumentos de la persona que preguntaba, pero esa persona no se quedó con esa sensación y el público tampoco. La impresión que dio fue la de una persona cortés, educada y que sabía escuchar de forma constructiva.

Así que pensemos: si utilizamos la concessio, ninguno pierde y uno gana. Así, sin sangre. Combate limpio ganado a los puntos.

Imagen de Eric Langley. A diferencia de la mayor parte de las entradas de este blog, las entradas sobre argumentación, como todas las de este sitio web, están protegidas por derechos de autor. Si quieres utilizarlas, lo mejor es que te pongas en contacto conmigo en el formulario de contacto de la web.