El pasado 12 de octubre, Babelia, el suplemento cultural de El País, contaba con dos aportaciones que nos vendrán muy bien para reflexionar sobre algunas cuestiones relacionadas con nuestra lengua. En este caso, no entramos en ninguna reflexión ni valoración, sino que dejamos estos dos documentos para la reflexión y el debate.
El español en la era digital
José Manuel Blecua, El País, 12 de octubre de 2013
EL VI CONGRESO INTERNACIONAL de la Lengua Española, que estará dedicado al libro en español, coincide felizmente con el tricentenario de la corporación que tengo el honor de dirigir. Nuestra academia recibirá con tal motivo un homenaje especial de los participantes, reconocimiento que ya me anticipo a agradecer desde estas páginas, en nombre de nuestra institución.
Llegamos a Panamá con el desafío de adentrarnos en la realidad de nuestra lengua común y en una de sus manifestaciones más apasionantes: la actividad editorial, tan poliédrica, y tan cambiante e incierta en este momento.
Hablar hoy sobre la situación del español es presentar un panorama rico y complejo: el de una lengua que nació en España, pero se desarrolló y enriqueció en América, e incluso llegó a emplearse en algunos rincones de Asia, como Filipinas, y de África, como Guinea Ecuatorial, donde un considerable número de hablantes lo mantienen como lengua de cultura.
El español es hoy una de las cuatro lenguas más extendidas por el mundo, con cientos de millones de hablantes repartidos por más de dos decenas de países. Solo en México lo hablan más de cien millones de personas y, en Estados Unidos, los hispanohablantes suman más de treinta y cinco millones. Además, gracias a su poder de comunicación y a su sólido historial cultural, más de catorce millones de hablantes de otras lenguas estudian la nuestra como llave que les abre importantes horizontes. Baste mencionar que, solo en China, hay actualmente cincuenta y ocho universidades enseñando español.
Señalaba un gran especialista en español americano, John Lipski, que “el español de América es, a la vez, asombrosamente diverso e increíblemente uniforme”. Esta sensación de asombro ha dado lugar a centenares de trabajos sobre las modalidades americanas de la lengua española, lo que en las últimas décadas ha favorecido un mayor acercamiento a la variación y, en suma, al conocimiento menos parcial, más completo, de nuestro idioma común.
Es evidente que una lengua tan extendida, que ha evolucionado de acuerdo con influencias y focos culturales tan distintos, debe presentar forzosamente una amplia variación interna. Las diferencias caracterizan e identifican a las distintas comunidades de hablantes, y constituyen una de las mayores riquezas del español. Sin embargo, se mantiene una unidad evidente, que se sustenta en las formas prestigiosas de las diferentes variedades. Esto ocurre en muchos aspectos de la gramática y se refleja en la forma de organizar y de pronunciar los sonidos del habla.
Y, cuando en este inmenso y variado panorama, algunos se preguntan cuál es el mejor español, el de Valladolid, el de Bogotá o el de Ciudad de México, la única respuesta posible es que el mejor español es el de los hablantes que se preocupan por la lengua y ponen cuidado y amor al emplearla, provengan de donde provengan. El idioma peligra si no lo aprendemos adecuadamente en la escuela, si se borran las diferencias entre los distintos registros de uso o si se emplea un vocabulario o una sintaxis pobre.
La intensa fuerza demográfica y cultural del español, y el potencial económico que esta supone, hace necesario un ejercicio de modernización, reforzando su lugar en la Red. De este ámbito, el digital, nos ocuparemos especialmente en Panamá, a cuyo Gobierno agradecemos desde aquí su generosa acogida al congreso, gratitud que hacemos extensiva a nuestras academias hermanas y al Instituto Cervantes, con quienes coorganizamos esta sexta edición.
A día de hoy, parece bastante evidente que a las publicaciones electrónicas, desde los libros y los periódicos hasta los efímeros mensajes de texto en sus distintas modalidades, les aguarda un gran futuro. Su crecimiento ha sido espectacular en los últimos años, lo cual no significa que tengamos respuestas certeras a esas preguntas que nos hacen constantemente y que nos planteamos a nosotros mismos a diario: ¿seguirá habiendo libros impresos en papel? ¿Son perjudiciales para la buena escritura los dispositivos móviles? ¿Ayudan o perjudican las redes sociales a nuestra lengua?
El congreso será una extraordinaria oportunidad para compartir dudas y aventurar estrategias. Nunca como ahora, en los tiempos de mudanza que nos ha tocado vivir, la opción de acceso al conocimiento ha sido tan democrática y tan universal. Lo que hagamos con esa posibilidad, especialmente en lo relacionado con el buen uso del español, solo depende de nosotros.
La vanidad de las lenguas
Héctor Abad Faciolince, El País, 12 de octubre de 2013
Las lenguas menos escrupulosas con los extranjerismos conquistan una variedad de la que se privan los más puristas El español tiene la fuerza de varias lenguas imperiales superpuestas: la latina, la árabe, la castellana…. ERUDICIÓN E INTELIGENCIA son dos cosas distintas; hay eruditos no muy brillantes, e ignorantes de gran perspicacia. Los expertos suelen desplegar su sabiduría en campos muy delimitados: un especialista en imprenta sabrá nombrar y distinguir decenas de diseños tipográficos, desde el tipo Abadi, pasando por Arial, Baskerville, Bodoni, Garamond y Helvética, hasta llegar al Times o al Verdana. Naturalmente no escribe mejor quien más tipos de letra reconoce. Así mismo un anatomista sabrá distinguir con su nombre preciso casi cualquier parte del cuerpo: al abrir el abdomen señalará el colédoco; reconocerá sin problemas el músculo sartorio al ver un muslo abierto o hará con propiedad la disección del esternocleidomastoideo al operar el cuello. La precisión conceptual y nominal que tiene un cirujano al explorar un cuerpo humano no le da ventajas, sin embargo, para entender la psicología de su esposa. En cualquier ramo del saber hay eruditos, pero es posible que un gran poeta no sepa reconocer a primera vista todas las formas de composición poética (lira, madrigal, soneto, sextina, décima, copla…), en las cuales, en cambio, podría ser muy ducho un versificador mediocre. En la mayoría de los campos del saber, si no somos especialistas, los legos nos podemos conformar con un léxico más laxo.
Así como hay personas eruditas, también hay lenguas eruditas, más ricas en vocabulario que otras, pero la lengua con más léxico no es necesariamente la que mejor transmite el pensamiento. Podría ser simplemente más puntillosa y menos económica. Para cualquiera, siempre, la l engua que mejor transmite el pensamiento, llámese esta como se llame, es aquella que aprendimos de pequeños.
Es un mito que la lengua esquimal tenga decenas de palabras para la nieve. Las culturas que han desarrollado una gran destreza pictórica (digamos la italiana) no necesariamente tienen más variedad de voces para nombrar los colores. Hay lenguas que tienen nombres para apenas tres o cuatro colores (negro, blanco, rojo, verde…), lo cual no quiere decir que no distingan el azul. Aunque los italianos distingan en su lengua el “blu” (azul oscuro) y el “azzurro” (azul claro), quienes hablamos castellano podemos distinguir esos dos tonos sin que nos hagan falta dos palabras específicas. Esto quiere decir que no hace falta una palabra para poder entender y pensar un concepto. ¿Hay lenguas mejores que otras? Si fuera así, sería imposible traducir algo de una lengua “rica” a una lengua “pobre”. Podemos suponer que antes de acuñar la palabra para el color “anaranjado”, tuvimos que hacer un símil: del color de la naranja. Una nueva lengua que careciera aún de l a palabra “rojo” podría siempre decir “del color de la sangre”.
Muchas lenguas no tienen el verbo “estrenar”, que tan claro nos resulta en castellano, pero no por esto carecen del concepto de ponerse algo por primera vez. Cuando uno dice, “no sé qué siento”, no es exactamente que no sepa lo que siente, sino que no encuentra el nombre preciso que le transmita a otro lo que está sintiendo. Podría ser mareo, ira, angustia, desasosiego. Podría ser schadenfreude, pero, a diferencia del alemán, en castellano no tenemos una palabra que quiera decir exactamente “alegría por el mal ajeno”, una especie de envidia al revés: no me entristece que te vaya bien, sino que me regodeo en que te vaya mal. Siempre estamos buscando las palabras para poder expresar lo que pensamos, lo que sentimos, lo que vemos. Si no la hay, la inventamos, o encontramos una metáfora, o la prestamos de otro idioma.
Existe una muda lengua mental con la que pensamos —el mentalés, la llama Steven Pinker—, y cada persona debe traducir sus ideas, sus percepciones, sus asociaciones de unas cosas con otras, a unas palabras que conoce, a la lengua que ha mamado en la casa o sudado en la calle, que es aquella que nos da los sonidos y la gramática para comunicarnos. En el caso de los sordomudos esa lengua está hecha de signos visuales, no auditivos, y quienes la dominan saben que no es más pobre que la lengua hablada.
Es posible que haya, en ciertos campos del saber, lenguas más eruditas que otras, idiomas que desarrollan un cierto léxico específico para disciplinas que dentro de su cultura (técnica, científica, literaria) se han desarrollado más a fondo. Para hablar de un fenómeno reciente, podemos decir que el inglés es más erudito que el español en el lenguaje informático. Bit, link, mouse, mail, Internet, blog, web, tweet son palabras de origen inglés que podemos adoptar tal como nos llegan, o intentar traducirlas o adaptarlas. A mí me parece preferible adaptar, antes que adoptar o traducir. Prefiero llamar “maus” al objeto específico que nos sirve para mover el cursor en una pantalla, que traducirlo, y llamarlo “ratón”. La solución traducida aumenta la ambigüedad de la lengua (“te traje un ratón de regalo”. “¿Qué?”); la adaptación y el traslado a la propia fonética y ortografía, evita confusiones: “Te traje un maus de regalo”, es mucho más claro. Es más práctico decir mail (tal vez escribiéndolo meil) que alargarse con “emilio” o con “correo electrónico”. Prefiero escribir un “tuit” que un trino, y haciéndolo así incluso despojo de connotaciones extras a una palabra que en inglés es un símil y en español suena como algo único y nuevo. Las lenguas menos alérgicas y escrupulosas en el préstamo —o robo— de extranjerismos ( como las personas menos racistas y xenófobas al escoger pareja) conquistan un tesoro de variedad y precisión del que se privan las más puristas y quisquillosas.
Lo paradójico es que cuanto más dispuesta a la bastardía sea una lengua y cuanto más mestizos sus hablantes, más variado y fecundo es su proceso de contagios enriquecedores. Muchos memes lingüísticos y culturales han tenido la fortuna de contaminar la lengua española. Nuestra vieja herramienta lingüística se ha nutrido de muchos hablantes y de muchos pueblos; otras culturas y lenguas la han revitalizado; al expandirse por casi todos los climas y casi todas las geografías del planeta, una realidad más amplia la ha fecundado. En ese sentido las lenguas internacionales esponjosas absorben una potencia de la que carecen las lenguas más refractarias y locales. El español, como el inglés, tiene la fuerza de varias lenguas imperiales superpuestas (la latina, l a árabe, la castellana) y el aporte de muchas lenguas colonizadas e incluso aniquiladas. La palabra “canoa” es de origen arauaco, el “huracán” es taíno antillano, el “tomate” azteca, el “caucho” ticuna, la “quina” y la “guaca” quichuas, l a “guadua” caribe, el “guarapo” y la “banana” de africanos esclavos, y así sucesivamente.
El español es una lengua antigua, con una rica tradición literaria, y hablada en varios continentes. Esta extensión cultural y geográfica la hace muy rica, pero esto no debería volverla vanidosa.
Incluso los idiomas más poderosos se terminan volviendo lenguas criollas, con más riqueza expresiva —para sus hablantes— que el idioma prestigioso del que provienen. Las grandes lenguas imperiales (el griego, el latín, el mandarín, el árabe, el inglés, el español) son los dialectos criollos impuestos por aquellos que ganaron más guerras. Pero incluso los idiomas imperiales terminan en lenguas muertas. El español tiene menos de mil años. El latín no duró más de mil quinientos. Después de 500 años de imposición del castellano en América, todavía nos entendemos razonablemente bien. ¿Podremos decir lo mismo dentro de cinco siglos? La única respuesta que se me ocurre se expresa bien con una vieja palabra árabe: ojalá.