Supongamos que la ciencia no fuera imprescindible para el mantenimiento de la máquina productiva en la economía actual. Y supongamos también que los recortes del gasto en ciencia no tuvieran efectos funestos a medio plazo. Aun así habría un poderoso argumento para alentar el gasto en investigación en tiempos de dura crisis: no por su valor potencial para la producción de nuevos objetos ni tampoco por su valor estratégico, sino por su valor económico directo.
Imaginemos que, llevados por la necesidad de reducir el déficit público y de ahorrar dinero en actividades supuestamente poco productivas, decidiéramos dejar de gastar miles de millones (públicos y privados) en los deportes de masas. Sería una locura: el deporte no solo es un bien cultural para la población y tiene efectos beneficiosos para otros sectores de la economía (salud, turismo, comercio, hostelería, etc.), sino que además es una actividad de valor económico por sí misma: genera servicios de gran valor añadido y hace que circulen enormes cantidades de dinero en inversiones, salarios y gastos de consumo. Por muy mal que fuera la economía, una sociedad sana no se podría permitir renunciar a un tipo de actividad de tanto valor.
Pues lo mismo pasa con la ciencia. Nos gusta saber cómo es el mundo, cuánta vida hay en el universo, cómo se comporta el planeta Tierra o cómo es la cara oculta de la Luna, y queremos encontrar la mejor forma de curar el cáncer, de acabar con el calentamiento global o con el hambre en el mundo. Todo esto nos interesa al menos casi tanto como nos interesan los resultados de la Liga de fútbol. Y gracias a ese interés hemos creado un conglomerado de actividades e infraestructuras científicas (universidades, laboratorios, satélites, plataformas espaciales…) que no tienen nada que envidiar a las del deporte de masas. Necesitamos mantener todo ese tinglado, no solo porque de él depende nuestro futuro ni porque de él dependa la capacidad innovadora en casi cualquier otro sector de la economía (incluido el de las actividades deportivas), sino porque la actividad científica mueve millones de puestos de trabajo y miles de millones de euros en torno a unos fines por los que deberíamos estar dispuestos a pagar.
Miguel Ángel Quintanilla Fisac, en Público
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