Los recuerdos están sobrevalorados. Dependen del olvido para fraguarse, para hacerse memoria y merecer su evocación, su enmienda o su destilación nostálgica, para que seamos capaces de soportamos. Pregúnteselo a Freud. O recuerden a «Funes el memorioso», atormentado por su poderosa retentiva. La memoria, como los icebergs, se mantiene a flote gracias a ese noventa por ciento que no podemos ver.
El olvido es terapia y enfermedad. La amnesia permite empezar de nuevo, desde cero, dejando cuencas libres para no ser ahogados por caudales de antaño. El mal de nuestra época, el temible Alzheimer, supone el regresivo viaje de nuestra mente a un destino funesto a lo Benjamín Button. El olvido consiente principios y presagia el final, es el intérprete trágico de nuestra vida. Por eso las bibliotecas, los archivos o los museos nos dicen más sobre nosotros mismos por lo que falta en ellos que por lo que contienen.
Legislan en estos días en Europa sobre el derecho al olvido, a propósito de esa pertinaz retentiva vicaria que llamamos la Red, en la que quedan atrapados cuantos testimonios un día nos parecieron dignos de preservarse y el tiempo convierte en odiosos, vergonzantes o triviales. Lo que entregamos a Internet y a sus muchas dependencias se transforma en el fondo de armario para el que nunca llega el cambio propicio de la moda, pero que ni queremos tirar ni tampoco que alguien vea. Porque sólo a nosotros nos dice algo.
Pero ahora cedemos con frivolidad y largueza nuestros bagajes y testimonios a un cajón que casi cualquiera puede abrir: Facebook. El álbum de fotos del colegio transformado en depósito de nuestra intimidad aventada a los cuatro puntos cardinales. Internet, esa tela de araña que tejemos y nos atrapa a la vez. Sobre todo cuando somos más delicados.
Adolescentes. Y la adolescencia no es exactamente una fase vital, sino un estado de ánimo recurrente y frágil que regresa como un eco en cualquier momento, a traición, fugaz o dilatadamente, para desguarnecernos, para que literalmente adolezcamos. El derecho individual a arrepentirse, a rectificar, a cambiar, a ser redimido y perdonar, a una intimidad que es nuestro único patrimonio. Esa es tarea del olvido.
(Luis Grau Lobo, El Mundo)
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