Quererse mucho, quererse demasiado

Hay que quererse, eso no hay quien lo dude. La distancia entre el quererse y no quererse es sideral, existencial, tendenciosa y preocupante. No hay en la vida vasos medio llenos o medio vacíos que no estén cuantificados con el peligroso líquido del sesgo. Y no quererse es una de las peores cosas que le pueden ocurrir a un ser humano. Y, sin lugar a dudas, una de las más injustas. No quererse significa mirarse en el espejo de la perfección, de la comparación o de la humillación. Tanto da. No hay vidas perfectas y ser falible, tener debilidad y debiidades, es algo con lo que debemos convivir, que debemos aceptar.

Todo ello, por supuesto, mucho más allá de las trampas y chuminadas de la psicología positiva que, a fuerza de mentiras y falsas inyecciones rellenadas con el líquido de los sueños, deja siempre una peligrosa sensación de poder con todo, de llegar a todo, de superar cualquier obstáculo. Ese obstáculo con el que cualquier iluso se estampará cuando menos se lo espere y que no venía en el mapa del libro de autoayuda.

Bien, ya lo hemos dicho. Se me ha olvidado comentar que también es cierto que la relación con nuestro yo está estrictamente conectada con la percepción de los otros y la percepción nuestra de los demás. No sé si esto debería serlo, pero forma parte del cóctel de nuestra vida. Y que, si no sabemos nada de nosotros mismos, tampoco sabemos un carajo de los demás, por mucho que pretendamos poseer dotes adivinatorias. Pero, a veces, nos hacemos una ligera idea.

Pero, siendo inaceptable e injusto odiarse, siendo poco generoso no quererse y siendo muy aconsejable quererse de forma moderada e incluso aceptable, no hay peor cosa que quererse demasiado. La arrogancia de la ignorancia. La perseverancia de la gravedad, sea en versión trágica o cómica. La sonrisa del idiota. La inteligencia del que no sabe interpretar los tristes designios. La autoproclamación como democracia de la popularidad.

¿No se cansan de la omnipresencia? ¿No se agotan ni ahogan en su propia percepción del éxito, tan taimada y sobredimensionada? Y, sobre todo, ¿no se les cansan todos los músculos de la jeta cuando mantienen una sonrisa no sé cuántas décimas de segundo más allá de lo medianamente normal?

Mirémonos en el cuadro del Cupido de Caravaggio que ilustra esta entrada, esa maravillosa escena en la que somos espectadores de la más cruda y tremenda realidad. Contemplemos a Cupido adorándose en ese estanque, embelesado en las aguas estancas. Y percibamos el reflejo, tremendo reflejo barroco oscuro que le refleja la verdad.

El cuadro de Caravaggio es un adelanto de lo que Wilde nos desvelará en El retrato de Dorian Gray. Si queremos ir más allá de nosotros mismos y de nuestra mundanidad, pasa lo que pasa. Lo que ocurre es que los que se quieren demasiado no se enterarán hasta que sea demasiado tarde.

Imagen de Narciso, de Caravaggio. Galería Nacional de Arte Antiguo, Roma (Italia)

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