Normalmente, las historias de alumnos las suelo rematar con esta advertencia:
Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices.
Pero hoy voy a hablar con nombres reales de personas reales. En el intervalo de media hora, tuve la suerte de encontrarme, primero a Diego y a Noelia, hermanos, y después a Ángel y Bea, pareja. Los cuatro fueron alumnos en mis tiempos de profesor de secundaria.
Aunque mi afecto no es indiscriminado ni universal, da la casualidad que se concentra en ellos un cien por cien de mi aprecio. Pertenecen a momentos distintos de bonitas historias. Como todas las historias de adolescencia y juventud, son bonitas en la distancia, pero tuvieron también momentos difíciles en los que hubo que lidiar con estados de ánimo, vaivenes, humos y egos. Suyos y míos, claro. El profesor que esté libre de culpa, que tire la primera piedra. No sé para ellos. Para mí, el balance es muy positivo.
No siendo idénticos, tampoco los vi muy diferentes a los que habían sido. Físicamente, han cambiado poco (afortunadamente para ellos). Y mantienen los cuatro esas sonrisas tan diferentes y, a la vez, tan significativas.
Hablar con ellos ese ratito me remitió al recuerdo de muchas otras, de muchos otros, compañeras, amigos de estudio, deporte, juergas y diversiones. De esos recuerdos de preocupada despreocupación cuando tenían la vida en construcción. Y sabes de hijos de otros, de trabajos en el extranjero de otros más allá, de cambios de vida y muchas cosas más.
Hacía bastante que no coincidía con ninguno de ellos, pero el tiempo se congela y esas vibraciones de cariño y empatía lo calientan y lo ponen a punto para las alegrías que puede darte la vida. En el colmo de los abismos, a veces me olvido de que existen ellos, de que existen ellas. De los momentos que compartí con ellos algunas de las joyas del cine, los fragmentos más bellos de la literatura, los pensamientos más hilados y sofisticados. Aprendí mucho más yo de ellos que ellos de mí, sin duda. Y me siento muy afortunado.
A Lorena y Tania, hermanas también, me las encontré también en verano. También con sonrisas y alegrías. Y hace poquito me encontré con Noelia en el bar con el que trabaja. Me suelo encontrar frecuentemente con algún otro. Anualmente, quedo con otros más. Me queda pendiente un café que le debo a Sandra. Voy frecuentemente a la librería en la que trabaja Álvaro para compartir chistes que son buenos para nosotros y horribles para el resto de la humanidad. Me encuentro con Jorge en carreras. Con Mario me encontré hace tiempo también y a Samuel, otro Mario y a Rebeca, mi querida Rebeca, los tengo como compañeros en la uni.
Y nada más y nada menos. Con lo poco que me gusta, esto parece una canción de Amaral. Pero, entre tantas entradas en borrador y tanta pausa en la escritura de este blog (justo cuando más me han aconsejado que escriba), quería hablar de todo lo que a veces se me olvida y que me completa. De parte importante del sentido de una vida.
Pues eso. Encantado de veros y de que, de alguna manera, nuestras vidas se hayan enredado, a veces, como esos cordeles que metemos en un bolsillo.
La imagen es de _VaroX_.