Para todas las personas que piensan que son duras como la roca, les digo que, sea cual sea su composición y dureza, incluso la lamproíta y la kimberlita, la roca es un conjunto de cristales que acaban estallando en pedazos o un haz de granos en lugares inhóspitos de los que no te libras sin que exploten por sí mismos o provoques la erupción delante del espejo. La roca puede venir de lo más profundo de nuestro planeta, llega (a veces) desde el espacio exterior. A veces, ni siquiera se sabe de donde, brillante, opaca, traslúcida, ónix, cuarzo, antracita. O esa roca de sal que teníamos del laboratorio y lamíamos a veces para descubrir que la existencia puede empalagarnos.
Algún avispado pensara que sería mucho más eficaz ser como una pelota de tenis, que resiste envites de muchos kilómetros por hora, que se adapta a los golpes y se moldea según la oportunidad, las circunstancias. Lo que ocurre es que también se desgasta con el tiempo, está sometida a múltiples presiones, las del tiempo, el calor, el frío o las alturas. Los que saben de tenis son conscientes de que no hay pelota irreemplazable, que la pelota pierde pelo y vigor. Que a los nueve juegos se las da por muertas. Siempre hay otras tres en una lata dispuestas a seguir con el mismo juego.
Puestos a elegir, yo escogería ser una pelota de esas que regalaban cuando tus padres te compraban unas botas El Gorila. La de paredes que descascaré con los juegos infantiles y persistentes… La de suelos que abotargué. La de vecinos que sufrieron su recio soniquete. No recuerdo que se me rompiesen nunca. Lo que ocurre es que hay que ser muy viejo para acordarse de esas pelotas. Y tuvieron un defecto: las dejaste en un cajón y se perdieron para siempre.
La imagen es de Rafolas.