Entre todas las canciones que no escuché, aquellas con las que no bailé, todas las que no canté y muchas sobre las que no pensé y no sentí, me siento un invidente de la música. Y ahora lo quiero contar.
Sabéis que he dedicado unas cuantas entradas a las canciones canciones prosificadas, una transformación de canciones al espacio narrativo con licencia para cambiar, modificar, añadir, obviar y ajustar. Son canciones que, por alguna razón, me han afectado (y entended afectado en cualquier sentido del término).
No suelo ser restrictivo en mis gustos musicales, a veces sublimes, a veces inconfesables. Como a cualquiera, me afecta más mi estado de ánimo para escuchar música que una escala de dureza y calidad de los materiales. Y no me atrevo a cantar. Y no me atrevo a bailar, lo que quiere decir que canto para adentro y bailo para mis adentros. Y eso es un oxímoron, que es la manera más lógica de expresar los imposibles. No cantar y no bailar significa dominar, subyugar. Sufrir quizá. A veces, es cierto, como en un leve anuncio de vientos suaves, me inclino a canturrear a solas sin mucha convicción, con poca devoción y destreza nula. Pero eso no basta.
Y siento que me voy a morir sin cantar ni bailar, que supone (y supongo) la manera más elegante que hay de decir que estamos aquí, que estamos vivos. Y que el valle de lágrimas se lo coma otro.
Con imagen de vana.