ÉL. Huele a mandarina.
ELLA. Sí, me acabo de comer una.
ÉL. Siempre comes mandarinas.
ELLA. No será cierto…
ÉL. El olor de la mandarina lo inunda todo. Cuando huele a mandarina, no hay espacio para nada más.
ELLA. A mí me encanta el olor a mandarina.
ÉL. Sí, a mi también, pero, en los espacios cerrados, la mandarina lo invade todo. La mandarina fascina por dentro e inunda por fuera.
ELLA. Ya estamos.
ÉL. ¿Ya estamos?
ELLA. Sí, ya estamos.
ÉL. Pero no tienes cara de que te gusten los cítricos, como a El Fary.
ELLA. Uy, sí, no me gustan nada las frutas demasiado ácidas. La mandarina es la dulzura de lo ácido. Lo demás, ni tocarlo. A ti te encantarán claro.
ÉL. Intuyo que te gusta todo lo dulce y lo fácil de pelar. El plátano será la estrella de la constelaciones frutales.
ELLA. Eso es, dicho en plan rimbombante, como es costumbre en ti. Lo de ácido iba con segundas, no sé si lo pillas.
ÉL. No, si no desprecias ningún momento para el ataque. Yo corto la fruta con precisión de cirujano, que lo sepas. Soy un artista.
ELLA,. Mira, no seas pesado. Hablando de frutas: me gustan las manzanas si son golden, las peras si son conferencia. Y odio el kiwi con todas mis fuerzas.
ÉL. Pero si es de lo mejorcito.
ELLA. De dónde los traerán.
ÉL. Desde Nueva Zelanda ya no, desde luego. Seguro que cerquita de Cantabria. Y seguro que te no te gusta el kiwi, pero te gusta la piña. Por aquello de ser contradictoria.
ELLA. Me gusta la piña, es cierto. Pero las frutas no tienen que venir en barco.
ÉL. Flipo.
ELLA. Flipa, flipa, pero a las frutas que vienen en barco les ponen no sé qué para que aguanten y es un producto nocivo.
ÉL. ¿Y las frutas exóticas que te gustan, qué?
ELLA. Me aseguro que las transporten en avión.
ÉL. Me voy a que me dé el aire.
(Con imagen de Candy).