Laura se ha levantado esta mañana a las siete. Se ha preparado una taza de leche caliente con colacao, ha partido un panecillo por la mitad para introducirlo, no sin cierta dificultad, en el tostador y ha distribuido de manera concienzuda pero sin éxito la mantequilla y la mermelada de melocotón. Ha desayunado despacio, disfrutando de un calor que le calma la garganta, de un dulzor que le asienta el alma.
Después de asearse, Laura se ha puesto la camiseta que ha soportado tres casas, tres mudanzas y tres fracasos, un pantalón de chándal con unas manchas de lejía y unos calcetines con talones casi transparentes. Ha recogido las cosas tiradas de la mesa del cuarto de estar y ha abierto su libreta roja.
Laura intenta dialogar consigo misma. Procura pensar en las cosas que le gustan para odiarlas y en las cosas que no le gustan para intentar amarlas. A fin de cuentas, Laura madruga cada mañana entre la ilusión y la contradicción, como si su cabeza jugase día a día a una versión siempre actualizada de los equilibrios imposibles.
Laura escribe cuatro ideas sueltas, chupa el bolígrafo. Mirra al techo, que le parece la versión del cielo en cuatro desconchones. Habrá que pintar algún día. Suspira y vuelve a la página. Laura piensa que le gustaría escribir como si hablase con su mejor amiga, pero hace años que Sofía se marchó para vivir otra vida más allá de todo, de todos. Más allá de Laura, por supuesto.
Laura intenta pasar un rato jugando con las palabras, pero las palabras juegan con ella, se enredan, se retuercen y le devuelven el pasado en forma de un dolor al que no llega a acostumbrarse. Para Laura, las palabras son vestigios vivos de miles de momentos que agonizan.
Se levanta, estira las piernas, hace un arco demasiado violento con la espalda, las manos apoyadas en las lumbares, y cierra los ojos. Vuelve a erguirse y contempla esas cortinas viejas que siempre ha querido cambiar por unos estores. Laura, de repente, vuelve a acercarse a la mesa, se sienta de refilón en la silla, coge la libreta roja y, por un momento, siente que ha recuperado un momento para disfrutar, para no juzgarse. Y, por unos instantes, Laura sonríe.
Esta entrada pertenece a la serie Fragmentos para una teoría del caos.