A la cama no te irás.
Durante semanas, me había comprometido conmigo mismo a dejar unos breves pensamientos en este blog cuando acabase el día. Vez tras vez, he ido incumpliendo mi promesa.
Las fuerzas nunca han sido mi fuerte. La fuerza bruta sí. La fuerza de voluntad, depende. Las fuerzas que se oponen, se equilibran o se contrarrestan habitan más en mis teorías que en mis acciones. Que ese es el problema.
En mitad de una noche de ficciones, escuchaba la expresión «Creo que te falta alegría» en esa película que me ha gustado tanto, que me ha dado tanto miedo, en la que me veo representado por eso de arrojarse a la piscina o a donde sea. Otra ronda. Esa identificación que no se produce de forma literal y, por lo tanto, es bastante más peligrosa. Los que me conocen saben que me río mucho, que me río todo el tiempo, que lo convierto todo en risa, en broma. Parecería que eso alivia la vida, pero no es cierto. Me río, simplemente, porque me falta alegría.
Lo decía ya en otro momento y la casualidad me lo ha devuelto con una versión de la misma canción: la música es para las personas tristes. La risa, cuando es auténtica, también. Es una adicción, como otra cualquiera. Y yo voy ronda tras ronda.
Luego, hace también unas semanas, llegó otro acontecimiento digno de ese «A la cama no te irás». La nueva, la última temporada de Dexter. Mi personaje de ficción favorito. ¿Se puede uno sentir identificado con un asesino en serie? No es por los asesinatos, no es por los instintos. Es por lo que se nos pasa por la cabeza. Y, en ese primer capítulo, Dexter se dice a sí mismo: «Cíñete a la rutina». Y eso es lo que hago, las dos cosas que hago. Me río porque soy triste y me ciño a la rutina porque no sé por dónde escapar. A veces, como canta Mina, el cielo está en una habitación.
Ahora viajo mucho por motivos de trabajo. Disfruto y me va bien. Todo lo que casi todo el mundo odia de los vuelos en avión son cosas que adoro porque son rutinas, una por una y repetidas siempre de igual modo. Las asimilo y me encandilan. El mundo ha cambiado mucho sin cambiar nada y ahora moverme se ha convertido en la mejor manera de quedarme quieto en el mismo distinto sitio.
A la cama no te irás y estoy en la cama. Ahora escribiendo. En Oxford. Llegué ayer por la noche para pernoctar en una casa lejana del centro, una casa que no se parecía a nada de lo que yo hubiera visto en persona hasta la fecha. Hoy, entre un frío de pelotas y rachas de viento y nieve que caía a ratos, me ido acercando a un sueño. Lo primero que he hecho ha sido entrar en el despacho de uno de mis colegas, ver una clase de esas que tienen una mesa y diez o doce sillas, en las que todo se desarrolla de forma intensa y no vomitando letanías en serie. Y he recorrido con él toda la historia. Me ha dado envidia verlo desde fuera. En silencio. Vacío.
Me he dado cuenta de lo poco que hago y de lo poco que valgo. De cómo, hace ya ni se sabe, desde que era bien joven, he tenido que ir disimulando, como impostor profesional, aparentando que pienso y aparentando que existo. De esa flaqueza de carácter que me empuja a envalentonarme con las cosas vanas e ir dejando para otro día las importantes. ¿Para cuándo unas cuantas frases de ficción bien escritas y construyendo una historia que no se quede entre la dudosa memoria del ordenador? ¿Para cuándo todas esas ideas que, día tras día, pienso provechosas y magníficas y prometedoras, que se convierten en la nada?
En este templo de lo académico, en la primera persona en la que he pensado fue en John L, Austin, uno de los pilares de la disciplina que adoro y en la que milito, ese que nos demostró que decir no era solo eso, sino que también era hacer.
Pero yo hago tan poco que esto solo es una declaración de inacciones. A mí, que tanto me gustaría vivir una clase con una mesa rectangular tan pequeña como para que quepan diez personas (doce como mucho).
Te falta alegría. Cíñete a la rutina, que esa música, esa que tocas y escuchas, es solo para personas tristes.
Pero me he ido a la cama rodeado de palabras. Misión cumplida.
La imagen es de Patrik Theander.