Esta mañana, antes de ir a la universidad, tenía que pasar por el supermercado. Espero que no lea esto ningún representante de la policía local, pero iba por la acera. Todos los días voy por una calle muy poco transitada por la acera hasta que llego al carril para bicicletas que me deja en la puerta de mi facultad. Había poco tráfico y he pensado para mis adentros (¿para dónde si no?), condicionado por la avalancha de multas que ponen últimamente a los que vamos en bici (no sé si somos ciclistas): «No hay muchos coches. ¿Y si, por una vez, hago lo «correcto» y voy por la calzada»?.
Y eso he hecho. He ido por la calzada y, en el cruce que está justo antes del supermercado, con la preferencia para mí, un coche ha avanzado con gran «alegría» (vamos a decirlo así) sin detenerse. He tenido que pegar un frenazo de órdago. Él se ha parado a muy poquito de mí. En esta ocasión, ha habido suerte. No sé lo que hubiese ocurrido si, como toda parecía señalar, si nos hubiésemos «encontrado», pero dado el material del que están fabricados los vehículos, creo que hubiese salido perdiendo. No sé hasta qué punto. Él ha puesto cara de susto y yo creo que le he mirado fatal y seguro que ha salido de mi boca algún improperio.
He entrado en el supermercado. En un pasillo, un hombre, al que no conocía, me ha parado. Se ha identificado como el conductor. De la manera más elegante, educada, pausada y humilde que haya visto, se ha disculpado. Me ha dicho que, no sabe por qué, no me ha visto (es conveniente señalar aquí que yo iba embutido en un anorak amarillo fosfórito). No ha buscado ninguna excusa, sino que ha proyectado toda su preocupación. A su vez, yo le he dado las gracias por su forma de actuar y, a la vez, le he pedido perdón por el más que seguro improperio, del que él no era consciente.
No nos hemos dado la mano por todas las circunstancias sanitarias en tiempos de pandemia, pero nos hemos despedido con una sonrisa que se adivinaba en nuestra mirada. En mi caso, muy agradecido por encontrarme a una persona como él.
Todos nos podemos equivocar, está claro. Si él se hubiese equivocado un poco más y yo hubiese frenado un poco menos, a saber. Ya me han atropellado dos veces y, aunque no he salido nunca herido gravemente, quizás a la tercera hubiese ido la vencida.
Yo no puedo culpar a este gran tipo por sus errores. Pero sí voy a hacer una cosa a partir de ahora: como persona que utiliza la bicicleta cada día para desplazarme por la ciudad, no voy a bajar a jugármela otra vez en la calzada.
He dicho muchas veces que, en las ciudades, el peatón es el rey y no tiene que ser molestado ni asediado por nadie. Tenemos que buscar un modelo urbano que encuentre la convivencia entre peatones, ciclistas (y «patinetistas) y automovilistas. Quiero, ruego e imploro, por lo tanto, una oportunidad para que todos tengamos nuestro sitio. El mío, desde luego, no va a ser la calzada. Cuando voy por la acera, intento ir separado de los peatones y, cuando están cerca, pongo pie a tierra.
¿Os jugáis algo a que la próxima vez que escriba algo sobre este tema hablaré de la multa que me ha caído?
La imagen es de Óscar.