En el famoso dicho de «Una de cal y otra de arena», nunca he llegado a saber cuál es el término positivo y cuál el negativo y, aunque podría guglearlo ahora mismo, prefiero quedarme con la duda.
La entrada de hoy iba a estar proyectada en dos polos antagónicos, como la cal y la arena. En una parte iba a sacar toda la mala leche y en otra iba a hablar de cosas delicadas.
Se ve que me voy haciendo mayor. Cada vez me da más pereza enfadarme contra el mundo. O, mejor dicho, contra algunas de las malas personas que deambulan por este mundo. Así que la cal me va a servir para enterrar los exabruptos de lengua viperina.
Y me quedo con la tristeza como estado bello en el que habitar el mundo. Resignado a disfrutar solamente de las alegrías a tiempo parcial, hay una tristeza en la que te encuentras, con la que te identificas y, al final, con la que te acostumbras a convivir.
Viene todo esto a colación de mi última lectura, la novela El baile del reloj, de Anne Tyler. Quizás no sea una novela triste, eso lo dejo para que opine cada uno. Pero a mí, como me ocurrió ya con El turista accidental, los personajes de Tyler me dejan un profundo poso de tristeza. Me ocurrió primero con ese viajero que deambulaba por el mundo para escribir guías de viajes y me ocurre ahora con Willa, un personaje en la encrucijada.
Esa manera de emprender los viajes para no quedarse, esa prosa calmada y detallada, cargada de emociones, que me sirven para escribir en el reverso de mi vida. Porque, en la vida, siempre hay una de cal y una de tristeza.
Con imagen de Camil Tucan.