para pensar en no pensar
Las tardes de verano, para mí, son tardes de piscina. Tardes para nadar, para leer, para mirar, para escuchar, para palpar el césped con la planta de los pies, para no pensar, para pensar en no pensar. En el momento en el que las tardes de verano en estas latitudes se convierten en malos días de primavera o presagios de un otoño angosto, se me desbaratan los planes y la vida. Vivir un día de agosto, como mucho, a veintiún grados es una desgracia que se repite cada vez con más frecuencia. Quién tuviera una casa en otro sitio para escapar de esta ciudad.
ida y vuelta, ida y vuelta
La tarde de piscina de hoy ha sido parcial y, por lo tanto, incompleta. El entrenamiento lo ha ocupado todo. El ida y vuelta, ida y vuelta, ida y vuelta, ida y vuelta… y así cincuenta y dos veces era algo necesario, pero sin el prólogo del sol en la cara sin el colofón de un ratito de lectura y de una charla y de una cerveza, todo es más soso, más gris, más cercano a la obligación que a la bendita rutina de mis tardes de piscina.
que me han hecho temblar
Hoy he salido del agua cuando el ambiente refrescaba a golpes de viento que me han hecho temblar, que me han hecho huir desesperadamente hacia la ducha caliente, hacia la leche caliente, hacia un sol que era solo un sol de cafetería con cazadora y con pocas ganas, con mucho que decir de todo lo que no puede ser dicho.
que se debaten contra el viento
Para mí, estar una tarde de un 17 de agosto a las ocho de la tarde escribiendo en casa es un atentado contra las buenas costumbres. Mientras miro por la ventana a personas que se debaten contra el viento, pienso en lo que tendría que ser mi vida, de otro modo. Más cálida, más alegre. Con un rostro que me ilumine.