Empieza el día, preparo el desayuno. Mientras, tanto, escucho en El cine en la Ser una frase que me deja con la margarina a medias en el panecillo: «En las películas de monstruos, el monstruo somos nosotros». Me quedo perplejo ante algo tan obvio, pero que me había pasado desapercibido hasta ahora. Y, mientras extiendo la mermelada de melocotón, mientras llevo la bandeja hacia la mesa, mientras voy desayunando, pienso en todos los monstruos que han pasado por el cine que me gusta y voy mirándome en sus espejos.
Salgo de la aplicación de radio para ir a la música y voy recogiendo los restos del desayuno entre «Alors on dance» de Stromae, «Cómo me gustaría contarte» de Dani Martín y «Pandora’s Box». Me van apareciendo ideas para escribir sobre el bailar en general y la primera vez que escuché la canción de Stromae en una clase de spinning en el gimnasio en particular, que siempre anunciaba un esfuerzo extremo. Sobre esas personas de tu familia que ya no están y que provocan que cada vez me calle más sentimientos, que se queda como posos en un rincón del alma. Y la canción de OMD, que es una de las canciones que escucho en bucle últimamente y que me gusta por la historia que cuenta, que es una historia de cine y de fracasos.
Después de correr (me he pegado una paliza mayúscula con cuestas de esas que te hacen picadillo las piernas) y la ducha, me he puesto a ver una película tonta, Juliet naked que me ha atrapado precisamente porque me gustan las películas tontas, sobre todo cuando ves, como en las películas de monstruos, que las películas tontas me retratan mucho más que las obras maestras. Me ha gustado ver a Rose Byrne, que me ha llevado a rememorar con añoranza la genial Damages, y, claro está, a Ethan Hawke, del que hay tantas cosas que decir que me tengo que quedar callado y dejarlo para lo siguiente, pero, sobre todo, a Chris O’Dowd.
O’Dowd, un actor que me gusta porque retrata a la perfección a los bobalicones con atisbos de simpatía insulsa que están detrás de todos nosotros, como los monstruos. Da la casualidad de que, hace relativamente poco, había visto a Chris O’Dowd en la estupenda serie State of Union, miniserie que no tiene desperdicio y en la que comparte cartel con Rosamund Pike, que es una de mis actrices favoritísimas. La casualidad hizo que viese el otro día I care a lot, en la que se demuestra que Pike es una excelente actriz que domina el registro de la simpatía, pero también —y sobre todo— el de la ambivalencia de ese lado perverso que tienen los monstruos, con lo que aplicaos el cuento…
Y no sé por qué azares he recordado una película que vi hace unos cuantos meses, El buen maestro, que me gusta como me gustan todas las películas que tienen que ver con la enseñanza, sus conflictos y, ante todo, sus entresijos. Recuerdo cómo me enfadó ver que el título en español se ponía del lado del profe, mientras que el título francés Les grands esprits, que pone el foco en el talento más que en sus descubridores. Los azares me han llevado a cavilar en torno a ese mundo de las aulas en los que, como los peces globo, hay mucha redondez, pero también mucho veneno. Y los monstruos han vuelto a rondarme.
Y, con mucha gula y poco apetito, me he levantado y he partido un poco de la tarta de queso que hice ayer. Cremosa por dentro, tostadita por fuera, de esas que solo se comían en Donosti. La música me ha acompañado cucharada a cucharada. Ha vuelto, como siempre, Joe Crepúsculo y «Mi fábrica de baile». Y, con el último trozo, ha llegado «Brass in Pocket» de Pretenders, que te muestra las maneras de sentirse especial.
Como hacía mucho tiempo que no escribía, pensaba que hoy sí. Que hoy iba a escribir sobre los monstruos. Sobre nosotros.
Con imagen de Neil Schofield.