De manera casual, me he encontrado últimamente algunos mensajes en las redes sociales escritos por profesores que acaban de llegar a las aulas. No hace mucho que dejaron de ser ellos los alumnos y ahora han pasado al otro lado. Me refiero, claro, a todos los que están en las aulas por vocación y no por obligación.
Entre ellos, afortunadamente, es frecuente encontrar mensajes cargados de ilusiones mezcladas, por supuesto, con ciertas dosis de miedos e inquietudes, propios de quien se enfrenta por primera vez a esa experiencia y que resultan más que comprensibles. Saben que están llenos a partes iguales de sabiduría e ignorancia. Que les queda todo un camino por recorrer siendo conscientes —también— de todas las naves que les condujeron hasta aquí y que, a veces, es necesario quemar.
Sin embargo, reconozco que me llena de estupor leer mensajes cargados de insolencia y de menosprecio hacia quienes son los destinatarios de nuestras enseñanzas. Son mensajes recriminatorios en torno a todas las supuestas ignorancias de los alumnos. Por supuesto, estos neoprofesores están instalados en una presunta superioridad que no emana de una realidad, sino de una descompostura apabullante.
Cuando uno docente entra en el aula, ha de ser muy consciente de que se encuentra ante un conjunto de personas a las que tiene que formar tanto en su colectividad como en su individualidad. No hay mundos perfectos, sino contextos reales. No hay conocimientos ideales, sino circunstancias y situaciones concretas, a veces muy poderosas, a las que un profesor ha de hacer frente, pero no para criticarlas, sino para solucionarlas. No hay seres cargados o no de sabidurías, sino de personas con una capacidad muy elevada para aprender. En vez de manifestar críticas o poner cara de superioridad y de asco, un docente tiene que ir cargado de todas sus ilusiones, de toda su ciencia, de todo su entusiasmo, de toda su humildad y de toda su perseverancia. El proceso de enseñar no surge de la ciencia infusa, sino del contagio. El que comunica con desprecio contagia desprecio. El que comunica desde un pedestal o un púlpito no demuestra su autoridad, sino que se distancia de manera inexorable de aquellos a los que debería tener cerca. La enseñanza no es un campo de minas, sino una tierra que se siembra con proximidad, con humildad y con la sabiduría de quien sabe que no sabe casi nada y que es capaz de aprender mucho en ese proceso de contacto con sus estudiantes.
Hay profesores que llevan toda una vida en el aula y siguen con la ilusión (casi) intacta. El contacto humano con sus estudiantes los va enriqueciendo día a día. Me pongo muy triste, sin embargo, cuando descubro que hay profesores que llevan en el aula muy poco tiempo y parece que llevasen 150 años. Resabiados y malogrados, pesimistas, apocalípticos. Cuando un docente entra en el aula, tiene que respirar ese aire nuevo, remangarse y ser conscientes de que hoy, gracias a su trabajo, gracias a todos esos seres humanos que comparten ese espacio, empieza todo.
La imagen es de Id Aarno.