Siempre hay un momento para la música y una canción para cada momento. Lo que ocurre es que, en muchas ocasiones, nosotros escogemos ni los momentos ni tampoco la música. Los mejores momentos musicales de mi vida no han sido nunca deliberados. Han surgido siempre de extraños azares, de casualidades que han generado, después, extrañas sensaciones de haber surgido por un motivo.
No me gusta renunciar a la música presente y, de hecho, mis ahoras están inundados de momentos mágicos regalados por artistas actuales, pero me encanta que, gracias a la reproducción aleatoria, afloren melodías del pasado. Lejos de producirme vergüenza, me siento muy feliz cuando se me aproxima una melodía ñoña que buscaba en la emisora de moda con fruición o cuando un éxito de radiofórmula que quedaba registrado en una cinta de casete con una etiqueta de mis favoritos y que iba pasando de mano en mano llega a mí a estas horas de la tarde.
Por eso, doy las gracias a esa reproducción aleatoria de Spotify porque, en versión de Javiera Mena, ha rescatado del naufragio «Yo no te pido la luna», que escuchaba a Fiordaliso cuando la adolescencia me llenaba de granos, de falsas seguridades y de intrigantes titubeos.
Es una canción malísima, facilona, nada depurada y lejos de todos los cánones estéticos admisibles. Pero me gusta pensar que, en la época pandémica de las distancias, quiera envolverme en tus brazos para no quede espacio entre tú y yo. Quiera ser confidente y conocerte por dentro. Quiera ser una locura que vibra y que corra en contra del viento para esperar todos los inviernos. Queriendo ser frágil y de papel, yo no te pido la luna.
Imagen de Thomas Hawk.