Lo habréis comprobado: últimamente no escribo. Y es cierto, no publico entradas desde hace mucho. Es una forma de protección para que el vacío no me duela.
Vivimos momentos difíciles. En principio, hay seres raros, entre los que me cuento, que no tienen inconvenientes poderosos para sentirse necesitados de muchas cosas alrededor. Por lo tanto, sobrevivo bien. O, al menos, eso creía. A medida que pasan días, semanas y meses, todo se vuelve del mismo color.
O quizá no se vuelva todo del mismo color. No, al menos, para mí, si no lo escribo. Si lo plasmo en papel, la escala de grises me acogota la cabeza y sufro. Si lo dejo pasar, si lo vivo entre visillos sin dar cuenta de que miro y cuento, todo sobrevuela lo suficientemente ligero para ser un soplo de aire que no ahoga.
Me limito a vivir. Y no solo. Más allá de eso, me contento con vivir. Y más allá, me congratulo de vivirlo para no contarlo. Eso, es exactamente, el egoísmo existencial con el que me alimento.
Veo las estrellas y no las cuento. Cuento las zancadas y no las pongo de manifiesto. Si no se escucha, todo me suena más fácil.
Y las madrugadas transcurren corriendo, las mañanas trabajando, los mediodías comiendo, la sobremesa soñando, las tardes corrigiendo y leyendo. Los rayos últimos del sol me pillan paseando, el hambre cenando y la noche dejando que todo pase un día más.
Imagen de Camil Tucan.