Guardo un retrato que me hicieron hace unos años. He ido al cajón de las cosas inútiles para buscar una fotografía, la única que conservo, además de las que están incorporadas a diferentes carnés con identificaciones, permisos y más zarandajas tan prescindibles para mí ahora. También me he topado con eso que llamábamos dinero de plástico y he esbozado una sonrisa.
Es una fotografía realizada en un parque público. Yo estoy de pie, vestido adecuadamente, con un pantalón limpio, una camisa blanca, inmaculada y sin ninguna arruga. Todavía llevaba gafas (ahora mi vida es un poco más difusa). Me apoyo un árbol y esbozo una media sonrisa. El fotógrafo, recuerdo, me logró sacar este aditamento gestual tan impropio de mi naturaleza.
Ver el retrato y contemplar un cielo que era siempre azul, aunque lloviese, aunque tronara, me ha hecho caer en la cuenta de que, en algún lugar, tiene que haber una máquina de retratar. Me paso horas buscando por todos los rincones, hasta que la encuentro. Es muy antigua, me pregunto si funciona. Intento ponerla en marcha y sí, oigo ese sonidito mágico.
Ahora me paso el día retratándome. Pongo la mano en el ángulo perfecto y ensayo planos cenitales y americanos y primerísimos primeros planos. Todo lo que da de sí mi brazo, hasta que busco apoyos para jugar más con los ángulos y las posturas. Me emborracho de mí mismo en un acto de vacío endiosamiento. Cuando se me acaba un carrete que no puedo revelar, disparo imaginándome un resultado que no sucederá. Y sonrío mucho, me río, suelto carcajadas, llenas de una felicidad inmensa. Procede de la angustia sublime de que nadie me volverá a ver reír.
(Quinta entrega de la serie Viaje alrededor de mi casa).