Nuestros bolsillos guardan sorpresas infinitas, ya lo sabemos. La moneda que evita el tambor de la lavadora y permanece en el bolsillo pequeño del pantalón vaquero. El billete refulgente y resistente en el bolso de una camisa. Qué se yo la de cosas que encontramos agazapadas en los bolsillos.
En mi caso, me he maravillado con un caso de resiliencia literaria como no había visto hasta ahora. El papel arrugado ha permanecido en el bolsillo izquierdo de uno de los abrigos que más uso durante meses. Yo sabía que estaba allí porque tengo tendencia a meter la mano en el bolsillo y juguetear con lo que hay dentro. Cuando llega el otoño, recojo algunas de las castañas que me parecen más bonitas del suelo y las meto en el bolsillo y luego pasan a mi estantería. Ahora mismo estoy viendo una hilera de nueve castañas que, pacientes y arrugadas, saben que tuvieron la oportunidad de ser tocadas y ahora permanecen solamente al abrigo de las miradas. Mi padre tenía siempre en el bolsillo un tornillo y una tuerca para ese juego de dedos y bolsillos.
Decía que tocaba yo ese papel sin saber lo que era. Pensaba que era una de esas cartas de los bancos que no valen para nada, un panfletillo entregado en la calle, qué se yo. Hoy lo he sacado y he decidido desentrañar el misterio.
El tiempo ha hecho estragos en esta materia tan endeble y, al ir desdoblándolo, he tenido que poner un mimo especial para que no se despedazase. Iba desplegándolo y solo era una superficie blanca.
Me decidí a ir extendiéndolo y todavía no había más que esa belleza de un blanco con los matices de unos dobleces que se negarán a desaparecer para siempre.
En el último momento, cuando ya quedaba poco, adivinaba unas letras al otro lado, escritas a ordenador. Cuando lo desplegué entero, no llegué a conseguir que no se rompiese por la parte central. Y vi esto:
No se leía bien (en la foto he aumentado el contraste y las letras revelan mejor su cuerpo y su firmeza), pero se distinguía perfectamente la última línea, en la que aparecía un nombre, Sam Shepard y el título de un libro, Crónicas de motel. Ahora, ya desplegado, ya dispuesto, me he puesto a leer el principio: «Recuerdo cuando intentaba imitar la sonrisa de Burt Lancaster…» y la memoria me ha devuelto el relato de Shepard y su sentido. De ese contraste entre la magia de la sonrisa perfecta del actor y las bocas feas y propias, solo dignas de los mortales como el protagonista de esa historia cuando se mira en el espejo, que refleja nuestro vacío.
Y he decidido volver a pensar en las sonrisas, en el vacío de nuestras caras, que es el de nuestras almas, que es el que contrasta con nuestros sueños y con nuestros ideales. En cómo llenar una vida vacía con las imágenes de la perfección con la que disfrutamos de las ficciones.
Historia verídica hasta el infinito. Reproduzco a continuación el relato «La sonrisa de Burt Lancaster» que he transcrito para guardarlo en algún lugar fuera del alcance de mis bolsillos:
“Recuerdo cuando intentaba imitar la sonrisa de Burt Lancaster después de haberle visto con Gary Cooper en “Veracruz”. Durante muchos días estuve practicando en el patio de atrás. Serpenteando entre las tomateras. Riéndome con todos los dientes al desnudo. Riéndome de esa risa. Alzando el labio superior para descubrir los dientes. Después de practicar esa sonrisa durante unos cuantos días intenté utilizarla ante las chicas de la escuela. Ellas no parecían ni enterarse. Forcé mi imitación hasta que empezaron a producirse extrañas reacciones entre mis compañeros. Miraban fijamente mis dientes, y asomaba a sus ojos una expresión asustada. Ya no me acordaba de lo feos que eran mis dientes. De que uno de ellos lo tenía podrido, de color pardo, y montado encima del diente roto que estaba junto a él. De hecho, había llegado a estar convencido de que poseía una hilera de perfectos y perlados dientes, como los de Burt Lancaster. Como no quería asustar a nadie, dejé de reírme en cuanto me di cuenta de lo que pasaba. Sólo lo hacía cuando estaba a solas.Después dejé de hacerlo incluso a solas. Volví a mi cara vacía.”
Sam Sephard, «La sonrisa de Burt Lancaster», en Crónicas de motel.