Aunque no me haga ninguna falta para recordarlo, cada 17 de enero salta un aviso en el calendario:
De manera ingenua e infantil, desde las ocho de la mañana, le he ido dando a «Posponer». El aviso salta y salta cada diez minutos y yo me niego a «Cerrar». Nada sirve de consuelo, nada salva la herida profunda, la pena anclada en el pecho.
Desde hace 13 años, los amaneceres del 17 de enero me causan pánico. A medida que avanza el día recuerdo la consciencia perdida, la diálisis interrumpida. La magia solamente salva un momento: cuando, en busca de una habitación libre, hay un tránsito de la planta de Nefrología a la Infantil, único lugar donde quedaba una cama libre. No encuentro lugar más apropiado para el tránsito para una persona con ese espíritu tan especial, travieso, juguetón.
Cuando no hay nada que hacer, solamente queda esperar, sentado en la parte derecha de la cama. Cogiendo una mano que no sé ya si siente. Horrorizado por los pitidos constantes del saturador de oxígeno.
Empezada la tarde, llega el desenlace y nunca he sido capaz de procesarlo bien. Quizás porque esos intensos ojos azules seguían abiertos. Quizás porque, en un momento, aprovechando que estábamos él y yo a solas, me vi obligado a cerrarlos. Para no verlos nunca más.