Espero siempre con ilusión la llegada de las nuevas ediciones del festival Escena Abierta, un proyecto teatral que organizan la Universidad de Burgos y el Ayuntamiento de Burgos y que llega ya a 21 ediciones con propuestas muy interesantes e innovadoras alejadas del teatro convencional. Escena Abierta explora nuevos acercamientos al hecho dramático y acierta casi siempre. En suma, es vivificador para el panorama cultural burgalés que exista un festival de esta magnitud y calidad, en el que he tenido ocasión de disfrutar con obras auténticamente fascinantes.
Acudí el pasado lunes al Centro Cultural La Estación al estreno absoluto de Diagnóstico con grandes expectativas , una pieza artística de Abajo Izquierdo. En las noticias previas, nos decían que mezclaba psiquiatría y psicología clínica con el mundo del arte, que era una pieza que nos serviría para cuestionarnos los límites de la racionalidad, que nos enseñaría a situarnos frente a la locura y lo artístico. Todo ello, desde la intimidad del artista, en una sinceridad proyectada a partir de las acciones de los personajes. Al final, un psiquiatra o psicólogo clínico emitiría un diagnóstico.
Hay un espacio en el que están distribuidas unas «bisillas» (esas que ilustran la entrada) en las que nos invitan a sentarnos y no sabemos exactamente cuándo comienza la obra, porque hay una serie de problemas técnicos y ajustes que demoran su inicio y que no sabes si forman parte de la obra en sí o no. A la izquierda, hay una urna vertical, estrecha, en la que se encuentra un hombre desnudo. A la derecha, una urna vertical idéntica a la anterior en la que se encuentran unos personajes realizando esos ajustes y que será el ámbito de actuación de los dos personajes, un hombre y una mujer. En el centro, una pantalla para proyectar vídeo. Cuando la obra comienza «de verdad», me encuentro ante un gran dilema ético-artístico. Veo y escucho y no comprendo nada, aunque intento entender. Me digo a mí mismo que soy víctima de mi propia contradicción, porque sé que el arte no está hecho para ser entendido, sino para ser sentido. Pero no puedo evitar intentar sentir sin sentir, sin conseguirlo, y me vuelvo a interrogar para comprender por qué no logro meterme en la obra o, al menos, en el proceso de la obra. Porque la obra son esas dos cosas simultáneamente. Luego llega mi segunda contradicción: pienso que esto es una chorrada mayúscula que se le ocurre a cualquiera. Y revivo los momentos en los que me río de los que están ante una obra pictórica de vanguardia y alguien suelta aquello de «Eso lo hace mi hijo de cinco años». Sigo intentando introducirme en la obra y no pensar que es una puerilidad, cuando llega el momento.
Todo lo que intento comprender para gozar de la experiencia creativa, artística; todo lo que intento deducir mientras aumenta mi impaciencia me lo «explica» el actor de la derecha, que es actor y «autor» a la vez. Nos dice que lo que vemos es lo que él ha sido, que nosotros contemplamos el proceso. Y ahí es cuando abandono definitivamente mi intento de gozar. La explicación en sí misma me decepciona tanto, me deja tan indiferente, me aburre tanto en su aparente profundidad que me agota. Contemplo dilatándose hasta la extenuación ese proceso de experiencia creativa vista desde dentro y desde fuera, con ese «autor» que me parece un Pepito Grillo, explicador poco pertinente porque pienso que, en todo caso, la obra debería explicarse en sí misma.
Abandono muchos detalles (el modo de pintase, de retratarse, de aclararse y oscurecerse, de descubrirse, víctimas sencillas de un universo abarrotado) de ese proceso de tedio y decepción para ir hasta la parte final. En ese momento el «autor» nos habla de la paciencia, de que todo está concebido para que nos sintamos incómodos, para que experimentemos la impaciencia, que resulta una alegoría, parece, de nuestro modo de vivir y resulta algo propio también del proceso artista. Y yo me siento como un lelo, teniendo en cuenta que, justamente en la entrada anterior a esta hablo de la necesidad de la calma en mi vida, en nuestras vidas. Y pienso que no, que no quiero calma, que quiero impaciencia, chispa, que las cosas surjan sin dilatarse demasiado. Porque a mí me gusta detenerme en la calma de las cosas que disfruto, pero no quiero estirar el tiempo para que nadie me demuestre mi propia impaciencia. No es que no admita que me den lecciones, porque agradezco todas y cada una de las lecciones de belleza y de pensamiento y de sentimiento que me han dado los libros, las películas, la pintura, las obras de teatro. ¡El arte y la creación han cambiado tanto mi vida, mis vidas! El proceso me ha recordado a uno de las modalidades poéticas que más odio: las fábulas tipo Samaniego, que me enervan, me sublevan.
Luego llega el momento del diagnóstico. En este caso, le toca emitir el «veredicto» a un psiquiatra de prestigio en mi ciudad (también artista, por cierto) y habla no sé si con sinceridad o para quedar bien, no estoy seguro del todo. Como cada uno se queda con lo que quiere, yo me quedo con lo que creo más sincero de su discurso, una palabra que he empleado antes: «puerilidad». ¿Qué dirán los psiquiatras y psicólogos en días venideros?
A mí, después de ver la obra con su diagnóstico incorporado, todo me resulta un acto absoluto de vanidad pretenciosa. ¿De verdad alguien diseña una obra con un proceso artístico para que se lo diagnostiquen? ¿Hacen falta cuatro días y cuatro profesionales? ¿De verdad es necesario un diagnóstico?
El psiquiatra acaba y es aplaudido en su intento. Luego, el «autor» nos invita a dibujar las sillas en las que estamos sentados. Después proyectan unos cuantos dibujos elegidos y nos los explica, por si no hemos entendido y atendido lo suficiente. No tengo palabras para ese momento, lo confieso. A todo esto, no paro de mirar el reloj. En una cosa tiene razón el autor: es esta una obra para probar nuestra paciencia, para ajustar nuestros nervios a la exasperación.
Para finalizar-finalizar, dice que la obra puede cambiar de signo cada día, que podemos ir otro día a comprobarlo. Yo tengo una sincera curiosidad y me pregunto si todo va a ser tan malo como la experiencia personal que he padecido. Algunas personas de mi alrededor (público, es conveniente decirlo, que sabe a lo que va y conoce lo que es el teatro experimental) esbozan una sonrisa. Una chica próxima susurra: «Ni de coña».
Cuando la obra acaba, ya de verdad, aplaude muy poca gente (otros ya se han ido). Y, yo que soy persona insegura por naturaleza, no me queda otra que preguntarme, sinceramente, si soy tonto, si soy insensible, si soy un tradicional o si me he perdido algo. No he compartido mi experiencia con otros espectadores, pero me gustaría muchísimo saber si le ha gustado a alguien y por qué. No puedo evitar deslindar placer de comprensión y de conocimiento. Lo reconozco.
Como estas líneas pueden resultar un poco duras, he de decir que tiendo a ser benévolo con las cosas que veo, leo y escucho, que me quedo con lo bueno y no me ensaño con lo negativo. Pero, ahora ya sí, me callo.