Escribo la que será la última entrada de 2019 y no tengo ganas de hacer un recorrido por el día de ayer ni por el año que acaba. No obstante, hay dos cosas que necesito contar.
Ayer estaba en el salón escuchando música. Fui saltando de canción en canción, de cantante en compositor, hasta que me di cuenta. Sin querer, en esas conversaciones musicales que tengo con Google Home, me puse a escuchar Scheherezade, la obra de Rimsky-Kórsakov, que era una de las composiciones favoritas de mi padre. Fui recorriendo sus movimientos recordando las veces que compartía espacio en el salón de la casa familiar con mi padre, él con los ojos cerrados y moviendo la cabeza, yo con los ojos cerrados imitándolo, pero abriéndolos de vez en cuando por curiosidad e impaciencia.
Para equilibrar, luego escuché a Nat King Cole cantando en español. Aunque mi madre prefería por encima de todos a María Dolores Pradera, todavía recuerdo a mi madre poniendo las cintas de Nat King Cole y canturreando mientras hacía cosas por la casa, mientras yo iba persiguiéndola y cantando también, imitando esa voz engolada, un poco impostada, con pronunciación forzada pero con un ritmo que, para mí, ayer y hoy, son mágicos.
Podría decir más cosas, podría haber dicho menos. Pero ayer me di cuenta de todo lo que echo de menos a mis padres. Cada momento, cada día, cada año. Cuando llegan los últimos días del año, pienso lo que disfrutaban con todas las rutinas y con todas las sorpresas que llegarían al día siguiente. El 31 de diciembre, que contaré mañana.