No valoro todo lo que he corrido, sino el hecho seguir corriendo. Es cierto que correr, ahora, significa heredar todos los kilómetros acumulados después de muchos años, pero nada de esto me importa ahora si solamente fuese una historia para contar.
No corrí hasta los 14, cuando, con un grupo de compañeros por el profesor de Educación Física, participé en unas poquitas carreras de campeonatos escolares sin ningún éxito. Hacía otros deportes y correr no era, para mí, más que un complemento. Seguiría siendo un complemento después, a partir de los 16, pero reconozco que salir a correr, frecuentemente solo, se convertía en un espacio de libertad para que todos mis fantasmas personales convivieran con la respiración y el ritmo cardíaco acelerados. También corría acompañado por algunos amigos, aunque éramos pocos, por aquel entonces, los que «corríamos»: no era una actividad «de moda». Había muchos que decían que hacían jogging o no sé qué cosas, que consistían básicamente en salir al campo con un chándal caro, trotar un rato y comerse un par de bolsas de patatas fritas. Sería el equivalente a los que hacen running ahora con todos los artilugios y sofisticaciones.
Podría contar muchas cosas sobre esta evolución en el correr, pero solo diré que corrí mi primer maratón a eso de los 28 años (sin pasar antes por la prudencia de hacer la mitad). Y, entonces aprendí muchas cosas sobre esta maravillosa afición (hacer series, aprender a ser muy disciplinado, saber sufrir) y sobre la vida: ¡a veces son cosas tan parecidas! Descubrí la maravilla de correr a ritmos aceptables buenas tiradas de kilómetros en las tardes de primavera, la paz inmensa de correr sobre la nieve, la sensación estupenda de llegar a las diferentes metas que te ibas poniendo en el calendario. He tenido muy buenos compañeros de carrera, pero destaco aquí a mi amadísimo perro Thor, un pastor belga con el que compartí miles de kilómetros gozosos perdidos entre los campos de la periferia.
Estas líneas se alargarían y alargarían con anécdotas y batallas variadas, pero tengo que llegar al «seguir corriendo». Un día, hace más de veinte años, iba corriendo con mi amigo Jaime, con el que compartíamos metros y metros, charlas y charlas en momentos estupendos momentos de la vida y en trances terribles. Y no sé quién de los dos (poco importa porque es algo que teníamos ambos muy cerca del corazón). Él o yo, uno de los dos dijo: «A mí lo que me gustaría es seguir corriendo. Que, dentro de veinte años, podamos seguir experimentando esta sensación». Subrayo que no nos importaba el hecho de correr como balas, sino un futuro en el que el correr siguiese formando parte de nuestro modo de vida, de nuestra concepción de las cosas.
Tras un paréntesis de una lesión molesta, tras un paréntesis de descanso mental de unos cuantos años en los que me negué a correr muchos kilómetros, Félix, otro amigo, me fue animando y corrí por primera vez un cross alpino en Pradoluengo y me encontré con esa carrera tan bonita que es la Nocturna de Modúbar…
Pero la importancia de esta entrada llega ahora, con la anécdota vital de lo que significa correr para mí. Asiduo de la San Silvestre Cidiana para despedir el año, un lejano 31 de diciembre, cerca del cambio de milenio, dejé la bolsa con el dorsal y todos los bártulos en el maletero del coche en un aparcamiento cerca del hospital. Ese día no pude correr porque nació mi hijo. Teniendo un niño pequeño de cumpleaños, tampoco lo puede hacer durante unos cuantos años en los que ese día tenía que ser una celebración intensa para él. Al ir creciendo, nos apuntamos por primera vez a esa San Silvestre de nuevo y ya no dejamos de hacerlo, año tras año. Al principio, yo le esperaba. Al pasar los años, empezamos a ir a la par y él se iba despegando en la parte final de la carrera. Pasaron otros años más y salíamos juntos de casa, estábamos juntos en la salida y compartíamos unos metros de carrera para que él volase y yo me mantuviese… si podía El año pasado, tuve una rotura de fibras en la pierna y no pude correr con él. Estuve en la meta y —que no se entere nadie— lloré con toda la tristeza que suponía para mí no correr con él ese día.
El presente año ha sido muy especial. Él y yo hemos corrido unas cuantas pruebas juntos y hemos compartido muchos días de preparación. Porque correr es algo que ha de ser habitual y no esporádico. Entrenamos para lo que serían para él sus primeras carreras de diez kilómetros, de veinte kilómetros. Correr juntos la Behobia-San Sebastián es una de las cosas más bonitas que me ha pasado en esta vida. Mantuvimos un gran ritmo (yo bajé más de cuatro minutos mi marca del año anterior gracias a él), fuimos animándonos en las cuestas más duras y él, que se encontraba con fuerzas para el impulso final, aceleró unos metros pero me esperó un poquito en la meta para llegar juntos.
La semana pasada corrimos los dos el cross de El Crucero, nos queda otra San Silvestre preparatoria para la Cidiana del día 31 en Los Balbases y estamos entrenando muy fuerte y con muchas ganas para ese día de carrera con el que acabaremos el año. Como en otras ocasiones, probablemente nos veamos tan solo durante los primeros metros y luego ya en la meta.. Pero yo pienso ahora, hoy, en la conversación mantenida con mi amigo Jaime. Y compruebo, con gran alegría, lo que significa en esta vida seguir corriendo.
Imagen de Shelby L. Bell.