Lo dije el otro día, Nunca he tenido un Scalextric. Dejamos la historia (mi historia) cuando, un seis de enero, vi en el salón una caja grande con un envoltorio que yo imaginaba ser de un glamuroso Scalextric con el que echaría mil y una carreras y cambiaría al estatus de los niños de mi edad, de todas las edades, que tenían un Scalextric.
Pero el envoltorio, lo dije también, contenía un Ibertrén. Que a cualquier persona le puede parecer la versión en ferrocarril de un Scalextric, pero no lo era. Ni mucho menos. Al rasgar el papel de regalo y contemplar el resultado, puse cara de póquer. Sobre todo porque sabía lo que escondía ese Ibertrén, que no eran sino las ilusiones de mi padre, que había sido ferroviario, para el que los trenes eran lo más. En toda su inocencia y con toda su buena voluntad, pensaba que un Ibertrén era mucho mejor que un Scalextric, qué duda cabe, con esa máquina de Talgo a escala no-sé-cuántos, con todos esas vías, esas traviesas, esa estación.
El Ibertrén no era como el Scalextric porque en el Scalextric se echaban carreras entre dos coches y en el Ibertrén, aunque podía haber más de un convoy, no se trataba de ganar, sino de circular con orden. En el Scalextric, salirse de pista era producto de un chute de adrenalina. En el Ibertrén, una aberración que procedía de un impulso mal contenido.
Yo, por supuesto, no sabía nada de todo eso cuando llevé el Ibertrén a la mesa del comedor. Mi familia me perseguía detrás, emocionados con mi emoción, que ya he dicho que era aparente. Hicimos la mesa todo lo grande que se podía (era misteriosamente prolongable hasta casi el infinito) y todos me ayudaron, con las instrucciones en la mano. Lo primero era montar las traviesas, de una precisión mucho más exquisita que los paneles del Scalextric. Primero fue un circuito sencillo y funcional. El Ibertrén no tenía un mando como el Scalextric, sino un dispositivo con una ruedecita que controlaba la velocidad y alguna cosa más, no recuerdo.
En un arranque de malicia, tendía a acelerar para que el tren descarrilase, pero me di cuenta pronto de que un tren descarrilado acarreaba consecuencias, vagones orillados, catástrofe absoluta. Y empecé a aprender a controlarme.
Luego llegaron las prolongaciones. Alguien de mi familia, no recuerdo quién, ojalá fuese mi hermano, me llevó a Garfe, una tienda de juguetes que hace tanto tiempo que no existe como para evidenciar que ya no vivo en mi tiempo sino en otro. Y allí compramos más vías y más desvíos para que, con un montaje más enrevesado, todo se pareciese más a la simple realidad.
Poco a poco, el comedor de casa pasó a ser un desvío natural de mi habitación cuando me cansaba de leer tebeos o de tirar un machete de caucho durísimo contra el cojín de la cama con un gorro tipo trampero a lo Daniel Boone. A veces estaba acompañado, en alguna ocasión especial, pero, en otras ocasiones, pasaba mucho tiempo solo montando y remontando, modificando recorridos. Un día, alguien, no recuerdo quién, intentó montar las vías demasiado rápido por el método abreviado de abrirlas con un tenedor. Y yo me enfadé mucho. «Se podía haber metido el tenedor en el culo», dije. Y mi madre se enfadó muchísimo. Yo no creía que fuese para tanto, no sé, era una forma de hablar.
El Ibertrén modificó mis deseos de velocidad por mi afán de control. La prisa se convirtió en calma relativa. El Scalextic era para mí caos y el Ibertrén orden. Sin darme cuenta, había pasado del mito al logos. O yo qué sé. No sé si primero era yo y luego el Ibertrén o el Ibertrén me hizo un poquito más yo, no tengo ni idea. No sería justo pensarlo y deducirlo ahora, a toro pasado.
Lo guardo casi todo, todo lo que puedo, pero creo que no conservo nada del Ibertrén en el trastero. Bueno, sí. Durante años, años y años, las luces del árbol de navidad se controlaban con el mando el Ibertrén. Mi hermano, que era un manitas y tenía siempre buenas ideas, utilizo el control del Ibertrén que se había estropeado para encender y regular las luces.
Y a mí, que odio las fiestas de navidad con todas mis fuerzas, se me enciende una chispa de alegría cuando veo el mando que hizo mi hermano. Hace años que no se puede usar, la seguridad ha cambiado y ahora sería peligros. Pero está ahí siempre, para regular y controlar esta puñetera melancolía.