De niño, nunca tuve un Scalextric. Creo necesario recordar que, cuando yo era niño, tener un Scalextric era un símbolo de estatus. Estaban los que tenían un Scalextric y los que no lo teníamos. Y, los que no teníamos un Scalextric podíamos fastidiarnos, sin más. Pero algunos afortunados contábamos con una alternativa: tener un amigo que tenía un Scalextric. Yo tenía algunos amigos con Scalextric, pero pocos y poco. Quiero decir que no había muchos (o, al menos, el Scalextric no estaba montado en su casa cuando me invitaban a merendar pan con chocolate o bocadillo de chorizo). Y que los amigos que tenían un Scalextric tenían uno muy básico, de esos con forma de elipse, que no permitían grandes derroches de pericia y velocidad.
Los niños que no teníamos un Scalextric vivíamos en inferioridad de condiciones respecto a los que sí lo tenían. Cuando en las fiestas del colegio había «Competición de Scalextric» los vienes o los sábados por la tarde, siempre nos apuntábamos y, como no teníamos práctica, nos eliminaban a la primera de cambio. Perder en la primera ronda era todo un símbolo de ser un perdedor. Yo busqué un triste subterfugio para sobrevivir en esa selva de estatus. Como la pista montada en el colegio era enorme, los «pilotos» necesitaban «ayudantes» cuando el coche derrapaba o salía disparado de su carril por exceso de velocidad. Yo intenté ser un ayudante rápido y eficaz. No solamente incorporaba al coche con rapidez a su punto idóneo, sino que echaba para atrás los pelillos de los contactos eléctricos para que el coche no se atascara. Y, desde ese momento, me convertí en un ayudante experto, colaborador del piloto. Como todos los años y en todas las competiciones participaba, salía y entraba en la sala con fluidez y, en alguna ocasión, con un triunfo, todos los que no estaban dentro pensaban que era un niño con estatus. Los que estaban dentro sabían que no.
Como de niño uno lo espera todo, siempre aguardaba con ilusión a la mañana de Reyes para ver si había suerte. Un año, me las prometí felices: me levanté y vi una caja enorme encima del sofá del salón, una caja en la que, de todos los regalos posibles, solamente podía caber un Scalextric. Yo sabía que era casi imposible, que un Scalextric era muy caro y lejano de nuestros posibles, o de los posibles que tenían los Reyes Magos para casas como la mía, pero no podía ser otra cosa que un Scalextric. Como siempre he sido disciplinado y paciente, dejé este paquete en último lugar. Cuando llegó el momento, rasgué el papel de regalo y me encontré con una caja de Ibertrén. El Ibertrén no era un Scalextric, aunque pudiera parecer su versión ferroviaria. El Ibertrén era un juego en el que se montaban raíles con vías y manejabas un tren (máquina y vagones) a diferentes velocidades.
De la ausencia de Scalextric, de la presencia de Ibertrén y de sus consecuencias para mi vida, siento que tengo que hablar otro día.