Roma, que te ofrece cada día un punto en el universo, o te da la vida
Antonio Portela, Ciudadano romano.
Me gustaría mucho escribir estas líneas como un ciudadano romano y creo, que en cierta medida, tuve muchos momentos de compañía, conversaciones afables, soplos divertidos y confidencias a media voz para que así fuera. Viví pizzas romanas, paseos romanos, deambular romano. Compartí un tiempo y un espacio con algo parecido a serlo. Sin embargo, como ya he manifestado en más de una ocasión, me tengo resignar (he aprendido a hacerlo) a pasar por el mundo, por mi mundo y por el demás, como un turista, ese turista accidental del libro que, por más que pasen los años, creo que constituye, inconscientemente, uno de mis paradigmas vitales, mi religión nada metafísica para soportar este transcurrir. Por lo tanto, en el caso que me ocupa, no soy capaz de poner un adjetivo ni una preposición. Pensé en Roma, de Roma y pronto los descarté. Me dio un amago pedante de romanita, que abandoné de inmediato. Sobre Roma, quizás sí, no lo sé. Dejémoslo en blanco para facilitar(me) las cosas.
Como digo, ni soy viajero, por más que es algo que me gustaría ser y no aparentar, ni soy habitante de ninguna parte. Ni siquiera (y sobre todo) de mí mismo. Y veo y escucho y vivo en ese transcurrir que es ver, asimilar a veces de manera acelerada, escuchar una música y que me suene a algo que ya he conocido y que, de alguna manera, reafirme con mis visitas.
Otra cosa más: ¿cómo poder comprender a alguien como yo, que padece de acromatopsia aguda cuando habla de colores? ¿Cómo expresar los matices que uno siente cuando los demás piensan que mi visión está condenada al barullo o a la injusta escala de grises o a la inexistencia de gradaciones calibradas? Una avalancha de colores es para mí Roma. Lo fue la primera vez que pisé ese bendito/maldito suelo y lo ha sido esta última, que no sé si lo será definitivamente. Unas palabras al salir de la Capilla Sixtina, cuando abandonaba ese paraíso, verbalizaron ese temor, siempre posible cuando dejamos un espacio, un lugar que hemos usurpado durante días. La Capilla Sixtina, el color. El color cotidiano que te inunda de lo que para mí son ocres y no te abandona hasta que te marchas. Y, por supuesto, ese color púrpura que no puedes ver con los ojos de tu tiempo pero te imaginas en esa época en la que te gusta anclarte cuando piensas en cómo dibujar cada palabra. Y esa explosión renacentista, barroca, qué se yo. También el color del ingrediente de cada plato que comí. El color de la ropa elegante que contemplé en los escaparates, a veces sorprendentemente barata, en ocasiones esperablemente cara. El color gris azulado de unas zapatillas Diadora que me enamoraron en el escaparate y que empujaron mi memoria al joven que calzaba esa marca con diecisiete años.
Y esa luz. La luz que se va haciendo intensa y esplendorosa a medida que despunta el día. Nunca he visitado una Roma moteada por las nubes, nunca he visto una lágrima que no procediese del primor de las cúpulas. Roma te abre los ojos porque es una luz que no engaña. Y, con esa luz, contemplas todas las cosas, las de fuera y las de dentro. Esa luz, y el calor, los guardas en tus manos y en tu rostro y en tu pecho y la garantía de visitar la ciudad durante unos días certifica que siempre guardarás una chispa en su interior. Y esa luz también. La luz de los minutos en los que lo completo se cansa para transitar a lo perfecto. La luz del atardecer en Roma, la más bella que he contemplado nunca en una ciudad. Luego, se hace de noche espaciadamente y los puntitos de luz de los bares y restaurantes del Trastévere hacen el resto.
He estado, a lo largo de mi vida, quince días en Roma. Habré pasado por la Fontana que todos conocemos más de siete veces. Nunca lancé una moneda de ninguna de las maneras habilitadas para cumplir los sueños prometidos. El último día, ya solo, me dije que por qué no. Haría una excepción en mis obstinaciones. El destino pareció decirme lo que tiene que ser mi vida: la fuente estaba vacía durante esa mañana. No había agua a la que lanzar mis anhelos. Me quedaban pocas horas para ir hacia el aeropuerto. Y, cuando cogí el tren Leonardo en la estación Términi, me pregunté si, alguna vez, de nuevo, escucharía la cantinela mágica: Prossima fermata, Colosseo.
Roma, concédeme tu luz perpetua
Antonio Portela, Ciudadano romano.
Me doy cuenta ahora de que las entradas romanas que he escrito y algunas que me quedan por escribir debería adscribirlas a mi serie de Diario de un turista. Así lo hice, creo, la primera vez que visité la ciudad.
La fotografía pertenece a mi galería de Flickr.