Una tarde de septiembre, te encaminas a Villa Borghese. Dando un paseo, te acercas al edificio de la Galería esperando que se produzca un milagro de última hora y se puedan encontrar entradas de última hora. La suerte os sonríe y el milagro se convierte en un impacto de formas perfectas y leves, con la tensión perfecta del que sabe lo que se hace con un genio impredecible, incalculable. Inmenso.
No se trata de un museo de avalanchas, de esos que ahora proliferan y en los que la gente instagramea para mostrarse en plena felicidad turístico-egocéntrica. Es un lugar que permite andar despacio, pararse y mirar con admiración y con devoción. Reflexionar y comentar el empeine, los labios fruncidos, la vena del gemelo o cada hoja de laurel. Mientras el Barroco te rodea, sientes la sintonía de la belleza subiéndote por la espina dorsal. A veces, te olvidas de mirar hacia arriba para ver los cielos en el techo. A veces, te olvidas de todo lo que no sea el mismo instante de encontrarte con algo que, en el fondo, es parte de todos nosotros y, por lo tanto, de ti mismo. Que te explica con sensaciones y no con razones. Que te asalta desde todos los ángulos que existen y que nunca habías explorado.
Miras y miras. A veces, cuesta decidir el momento de dar la espalda a tanta maravilla y salir de manera definitiva de una sala de la que, con un poco de mala suerte, nunca volverás a disfrutar.
La imagen pertenece a mi galería de Flickr.
Tuve la misma sensacion en el museo Rodin en Paris
Cada vez hay menos museos en los que el arte sea el protagonista, pequeños reductos de belleza.