Es septiembre y (algunos) volvemos. Esto significa, entre otras cosas, que nos hemos fuimos y que no nos hemos quedado. Podemos llamar a este período vacaciones, por ejemplo.
En el tiempo de retorno, los informativos televisivos llenan minutos hablando del estrés de la vuelta, lo mismo que llenaron minutos durante julio y agosto diciendo que algunos no desconectaban. Y todo nos suena —a mí, al menos— a patraña, a serpiente sempiterna de verano.
No hay que darle más vueltas, creo. Volver no es tan malo, al menos en muchos trabajos. Y creo que no tendría que ser traumático. El tiempo vacacional se entiende desde la perspectiva necesaria y agradecida de tener un trabajo. Sin él, la pausa no sería. Y la vuelta a la rutina nos marca un camino al que nos debemos. Nos encontramos con lo de siempre y con cosas nuevas, con pilas de trabajo acumulado y con ilusiones renovadas. ¿Qué tiene de malo? Volver llorando no nos ayuda nada ni en nada. La nostalgia es mucho peor que el recuerdo: entornar los ojos con la queja nos impide la imagen vívida de lo disfrutado.
Hemos estado de vacaciones (algunos, claro) y tampoco entiendo el regodeo en cada instante de de cada día, la necesidad de retratar, fotografiar y narrar cada segundo. No sé si es para enseñarnos o, más bien, para inventarnos un estado de felicidad permanente (que, por supuesto, no existe).
A mí me gusta mirar al pasado con la nitidez de la imaginación y contemplar presente con la nebulosa de la ilusión.
Síndrome, dicen, no me fastidies.
La imagen pertenece a mi galería de Flickr.