Canta en mi esquina una canción tierna, aleja todos mis demonios de una tarde inhóspita de verano. Invita a romper todas las reglas y todos los géneros literarios, como si la vida fuese maravillosa y la temperatura fuese la de siempre a estas horas, unos veintiocho grados soportables a la sombra. Con un buen libro entre las manos y la mirada que permanece enmarcada en unas vistas que no permiten vislumbrar el horizonte.
La cantante posee una voz triste y piadosa, como si la vida fuese estupenda y cabalgásemos por la vida y por las olas y por los terrenos irregulares. Como si fuésemos los únicos seres con sangre efervescente, como si fuésemos los únicos en tener la porción más esponjosa del mejor pastel.
Las aguas claras del vaso encima de la mesa se ondulan con el movimiento de las teclas y la venda de los ojos y la melodía fuertemente percudida alude a sociedades secretas, a manos temblorosas, a noches y a tardes y a días y a manos de plata con dientes como dagas.
Los sonidos se copan de flores y voluntades, expresan la sensación y la dificultad de vivir con nosotros mismos, reacios a descansar, proclives a cegarse en la locura y calentar el océano llegando a cada vuelco de la espuma.
La estrofa habla de cantidades de caricias dibujadas en la punta de los dedos y del poder sanador de las caricias, de las cadenas de abrazos y las palabras susurradas. De apoyarse en las paredes llenas de arrugas para entonar las mejores melodías. De las ventanas y de las brisas y del aire y de las ganzúas que abren las puertas de cada secreto.
Las fuentes afloran en todos los desiertos. Y la armónica suena detrás de la guitarra e invita a cancelar todas las citas, príncipes insolentes de toda nuestra maldita felicidad.
Imagen de Natasha Wheatland.