Estaban sentados en una terraza, en un bar que se encontraba en mitad del paseo de la bahía. Los dos, un hombre y una mujer, en paralelo, mirando al mar. Tenían los pies apoyados en una especie de cajón acolchado y, entre medias, una mesita sostenía dos vasos con cerveza, un bloque de servilletas y un bol con frutos secos variados. Unas flores distribuidas de forma perfecta en jardineras desprendían un agradable olor que, mezclado con la brisa del mar, aportaba un clima de extraña armonía para los sentidos. La pareja alterna la mirada al infinito con alguna sonrisa cómplice. Parecen enfrascados en una conversación sobre lo divino y lo cotidiano, hablando de esas cosas importantes que solo aparecen en los momentos aparentemente triviales. La mujer alza un poco el cuello y dice algo de un barco que va atravesando la bahía. Él dirige su mirada a ese infinito cercano para contemplar el instante sin que se les escape nada.
Siguen charlando de sus cosas en una conversación pausada y animada al mismo tiempo. La mujer, al cabo de un rato, extiende su mano izquierda, muy cerca del brazo de su compañero. El hombre se inclina hacia la mesa para coger el surtido de frutos secos y hace un ademán de servir unos pocos en la mano de la mujer. Ella cierra la mano y, riendo, dice: «No quiero frutos secos, quiero que me des la mano. Tonto.»
Imagen de Pablo.