Siempre que me han preguntado —y me he preguntado— cuál es el primer recuerdo que tengo de pequeño, me han venido a la mente dos. Uno, muy íntimo y que nunca digo, es cómo jugaba en la casa de mi infancia en un largo pasillo, arrastrándome primero y corriendo a trompicones después. El segundo, que es el que manifiesto en voy alta, es el del día que el ser humano llegó a la Luna. El hecho en sí lo apoyo, además, con unas palabras de mi padre, que me dijo mientras veíamos la televisión: «Fíjate bien, Raúl, que este es un día que vas a recordar para siempre».
El acontecimiento, en sí, es tan importante y el recuerdo emotivo tan fuerte que siempre me ha parecido digno de mención. Siempre me he sentido, pues, muy orgulloso de que el ser humano llegase a la luna y yo estuviese allí para guardarlo como el primer recuerdo de mi existencia en este mundo, que ya se prolongaba hacia el Universo.
Sin embargo, creo que ha llegado el día de reconocer que mis recuerdos no son tales.
En cuanto al primero e íntimo, el del pasillo, porque es totalmente imposible que pueda recordarme a mí mismo reptando por el pasillo. La clave de mi recuerdo se encuentra en una foto, que he rescatado de un álbum familiar, en la que me encuentro exactamente como mi recuerdo: solo, sentado en mitad del pasillo, con un baby pequeño o un babero grande precioso de felpa que me hizo mi madre (ese sí lo recuerdo porque lo he visto mucho más tarde, lo recuperé en su día). En definitiva, el hecho en sí ocurrió y yo solo me he limitado a encajar esa fotografía en la cadena memorística de mi imaginación.
En cuanto al segundo, digno y memorable, tenía yo 1 178 días cuando Neil Armstrong pisó la superficie lunar, lo que supone unos tres años y un poquito que me temo que quizás no sean suficientes para fijar un recuerdo en la memoria. Todo esto aunque vea esas imágenes casi con idolatría y tengan un significado aún más especial para mí. Todo esto aunque reviva las palabras de mi padre para unir todo el amor familiar con ese acontecimiento científico, humano, de primera categoría.
Lo que sí creo a pies juntillas es que yo estuve allí. Creo con fe ciega que mi padre, según me aseguró mil veces, me dijo esas palabras, que acompañan mi vida desde hace tantos años.
En definitiva, la llegada del ser humano a la Luna supuso, para mí, un primer paso como criatura que imagina y recrea, un gran salto para mi humanidad.
(Reflexión muy oportuna hoy, 16 de julio de 2019, día en el que partió la misión Apollo 11 en su viaje hacia la Luna, surgida a partir de la lectura del magnífico libro Nuestra mente nos engaña, de Helena Matute).
Me ha encantado leerte, porque a mí me pasa lo mismo con varios recuerdo que tengo de muy pequeña. En el primero, estoy durmiendo en una postura rara en mitad del pasillo. En el segundo, quedé atrapada detrás del frigorífico por pisar una trampa para ratones (y mi abula se rió tanto que se le escapó el pis). Estoy segura de que son una combinación de fotografías y de las muchas veces que me han contado ambas anécdotas.
En cualquier caso, me gusta la idea de que nuestro cerebro pueda formar esas imágenes. Es una manera más de no perder la memoria de nosotros mismos.