Como creo haber comentado ya en esta serie, queun año (hace muchos ya) un compañero de instituto y yo fuimos de excursión a París con un grupo de alumnos de 2.º de bachillerato. Fue un viaje fantástico, que nació en los dulces momentos en los que se podía viajar a la ciudad francesa desde Burgos en un tren directo nocturno. Te metías en la cama y despertabas en París. También eran los dulces momentos en los que la estación de trenes de mi ciudad estaba en el centro de la ciudad y no en el quinto pino. Ahora los viajes en tren en Burgos, desgraciadamente, se han reducido a la mínima expresión. Cuesta llegar a esa nueva estación, ultramoderna y ultravacía, que ya no es lugar de tránsito hacia un sueño sino lugar de éxodo o de huida.
He visitado tantas veces París que ya me es difícil contar las ocasiones en las que he podido disfrutar de la que fue durante muchos años mi ciudad preferida, sin lugar a dudas (y que ahora tiene, quizás, una competidora de necesaria consideración). Si exceptuamos el maravilloso verano en el que estuve allí recogiendo datos e investigando para la tesis doctoral, siempre he visitado la ciudad con gente nueva. Esto tiene un lado de negativo, el de tener que girar casi siempre sobre los mismos lugares, siempre inexcusables, siempre imprescindibles, pero tiene un ángulo maravilloso: he colaborado también a que muchos ojos nuevos descubriesen esta ciudad.
Con este grupo de alumnos, concebimos el viaje como una oportunidad para aprender, pero también para ganar en autonomía personal. Había alumnos que no se habían desenvuelto nunca por sí mismos en una ciudad grande, y menos en el extranjero, así que todos los días comenzábamos con la misma rutina. Quedábamos en el vestíbulo del hotel y explicábamos brevemente el plan de la jornada. Acto seguido, pasaba a dos personas la guía (esa que un imbécil extravió), cogíamos el plano, les daba algunas explicaciones y les pedía que nos llevasen en metro al lugar desde el que iniciaríamos nuestro recorrido. Todos los días trazábamos un camino que pudiésemos realizar andando, que es la mejor forma de disfrutar de una ciudad. Y esas dos personas nos conducían hasta la estación de metro, nos señalaban las bifurcaciones y los transbordos hasta llegar a nuestro destino.
Ese día, tocaba Nôtre Dame. Nunca he llevado a nadie a conocer la catedral de París para que la contemple desde la explanada en la que se ven de frente las torres. Creo que fue un error urbanístico abrir ese espacio tan grande, que priva al monumento gótico de su necesaria verticalidad. Por eso, ese día, como siempre, bajamos del metro en una estación en la que se llega a Nôtre Dame por un lateral. Y siempre me callo el descubrimiento hasta que el visitante nuevo, que no sabe que la tiene justo al lado, alza la vista y contempla la maravilla. No ven la catedral, sino que la descubren.
Esta ocasión la visita a la catedral era diferente. Como se trataba de un grupo numeroso, madrugamos para poder subir a las torres pronto y no esperar mucho en las largas colas de ascenso al paraíso. Al poco tiempo, se presentó un inconveniente. Esmeralda, una de las alumnas, decía que no subía. «Que no, que no subo allí arriba, que tengo vértigo. Que me dan miedo las alturas. Que no subo». Esmeralda era una chica extraordinaria, siempre con una sonrisa amable en la boca, llena de dulzura. Pero el terror a las alturas la ofuscaba. Estuvimos un buen rato parados fuera de la cola intentando aportar razones, pero hay poco que hacer cuando las razones se chocan con un miedo visceral.
En mi fuero interno, contemplé seriamente la posibilidad de quedarme con ella dando una vuelta por las horizontalidades mientras sus compañeros disfrutaban de las verticalidades, pero una de sus amigas se acercó a Esmeralda, apretó su mano y dijo: «¿Confías en nosotras? Cierra los ojos mientras subimos las escaleras». Esmeralda, tras pensárselo una y dos y tres veces, aceptó de forma tímida y timorata. Escoltada por sus dos compañeras a las que estrechaba las manos con nerviosismo extremo, fue ascendiendo por las escaleras. Yo iba detrás. El camino fue largo, con muchas paradas en escalones que hicieron de campo base en ese ascenso. Esmeralda lloraba y sonreía nerviosa, pero avanzaba gracias a las palabras de ánimo de sus amigas. Cada tropiezo era un centímetro ganado al miedo.
Llegamos al último tramo de la escalera, la llevamos hacia el lugar perfecto. Esmeralda todavía estaba alterada, pero se empezó a calmar. Su amiga Florence le dijo: «Ahora abre los ojos». Y así fue como Esmeralda, gracias a sus amigas, estuvo, por primera vez, más cerca del cielo, con París a sus pies.
Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices. La imagen pertenece a mi galería de Flickr.