Tenía ganas de contar ya la historia de Antonio. Rondaba por mi cabeza desde hace semanas y había hecho referencia a ella en un par de ocasiones. Ayer me encontré a Florence, una chica cuya historia tenía ya esbozada en la cabeza, pero me he levantado y he pensado: hoy le toca a él, contar su historia. Digo Antonio porque ya no respeto siempre el anonimato de las iniciales y porque su nombre empieza por una de las últimas letras de alfabeto y no he encontrado un sustituto posible. También porque él se reconocerá en ese nombre, estoy seguro. Porque también es el suyo.
En contra de lo que sostenía en una entrada anterior, en la que afirmaba que solamente cuento lo que he visto, lo que he vivido, el título de la entrada corresponde a algo que él me ha contado y con el que creo que pasamos el último rato de risas. Hacía tiempo que no nos veíamos y me lo encontré por El Espolón. Yo iba recién despierto, él estirando la madrugada. Creo que me dijo que había estado durmiendo por ahí. Tratándose de Antonio, «por ahí» hubiese podido tratarse de la casa de amigos o de desconocidos. O de un parque. O del séptimo cielo, qué se yo. Porque Antonio es una novela en sí mismo. Dentro de todos los alumnos que he tenido, quizás sea el que menos se ajuste, punto por punto, a todo tipo de convenciones. Espíritu libre que hace lo que quiere y no lo que le dejan.
Podría parecer, por lo dicho, que Antonio es un impresentable. Y, de hecho, lo es. Es al único impresentable que presentaría en sociedad para afirmar su impresentabilidad y, a la vez, para negarla de manera rotunda. Lo que quiero decir es que Antonio es asertivamente contradictorio, contradictoriamente asertivo. Optimista con pozos de amargura, triste y convulso en sus momentos de plenitud.
Decía que me encontré a Antonio y hablamos para ponernos un poco al corriente de todo. Entonces, él me contó la historia de la piscina. En una de sus innumerables salidas al arbitrio de la noche, sus amigos y él acabaron en las piscinas municipales de El Plantío. Menos mal que era verano. Saltaron la valla, se despojaron una a una de todas sus prendas y decidieron sumergirse en el agua en un acto de libertad absoluta. Todo fue bien hasta que dejó de ir. Algún vecino de la zona debió de llamar a la policía, que se presentó al recinto (qué bien hubiese quedado decir que se personó). Y puede que los amigos de Antonio fueran más rápidos que él, puede que Antonio se atrancase en un intento de recibir a la ley, al menos, en calzoncillos. Pero le pillaron. Me imagino la conversación, la denuncia y todos sus pormenores, tal y como me los está contando Antonio, y no puedo parar de reír.
Antonio forma parte de uno de los núcleos más sólidos, de los vínculos más fuertes que, después de muchos años, he tenido con un grupo de alumnos. Como he dicho ya alguna vez, hay años en los que te encuentras con unos cuantos alumnos que funcionan de manera maravillosa, que son una unidad en sí mismos y un todo que se engrana de manera perfecta como conjunto. La clase, en esos momentos, se convertía en un momento de eucaristía del conocimiento, de las emociones y de un aprovechamiento intelectual y personal. Creo que esto les ocurrió, en efecto, a ellos, pero también a mí. Tengo que contar la historia de cada uno de ellos. Por separado, eran maravillosos. Juntos, invencibles.
La clase era un momento para soñar y para especular, para discutir y para desarrollar interpretaciones. Sobre los textos, sobre los filósofos, sobre los escritores. A las poesías se les sacaba toda la sustancia, a las novelas todos sus entresijos, a las obras de teatro todas sus tensiones. Cada texto era un descubrimiento, un pozo de petróleo del que estábamos seguros de que podríamos extraer barriles y barriles. Hablaré de ellos, de su inteligencia y de su integridad como personas, de su fidelidad a ellos mismos y su comunicación conmigo. Antonio siempre era el más desbocado, el más extremo. Su pensamiento, simplemente, no era como el de los demás. Su personalidad tampoco. Lo mismo decía una chorrada como la copa de un pino como acertaba con un pensamiento afilado, lleno de ramificaciones. Lo mismo era zafio y ramplón que escribía una maravilla cargada de poesía.
De hecho, ahora, de vez en cuando, escribe unos textos magníficos, dignos de una lectura detenida y cariñosa. Para disfrutar de las palabras. Porque Antonio, frente a lo que pueda parecer, es una persona que se desnuda en sus acciones, pero a la que se le descubre por su forma de expresarse, en toda su comicidad y su tragedia.
Antonio era el tipo de alumno que te podía encantar o te podía desesperar. Siempre excesivo, te hundía una clase en el barro o la elevaba a un estado superior al que esperabas. Tengo cariño por Antonio. En nuestra lucha por ser entendidos sin ser explicados, pienso ahora, tan distintos, que tenemos algo de sintonía. Él es más calmado y prudente de lo que se cree, yo tengo un lado más salvaje y rebelde del que parece.
Las pocas veces que nos hemos encontrado después, nos reímos no solo de lo que ha pasado, sino de lo que nos pasa ahora. Y contemplamos, entre la sonrisa y la bruma, todo lo que tiene que venir.
Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices. Imagen de Mario Izquierdo.