Escribir sobre Albano, lo confieso, es entrar en otra dimensión por muchos motivos. He estado durante tantos años a su lado como profesor; he presenciado tantos momentos suyos, buenos, malos y regulares; he empatizado con él tantas veces sin un solo desencuentro, que he pospuesto hablar sobre él aquí porque no sabía muy bien por qué historia empezar.
Hay muchas cosas de Albano que no puedo contar. Algunas, por el sagrado derecho de la privacidad que se establece cuando a un profesor se le cuenta algo de modo confidencial. Otras, porque no me da la gana. Pero tengo en mente muchas anécdotas que estarán plasmadas aquí sin ninguna duda.
Y he decidido empezar por el día en el que a Albano y a mí unos profes de algún que otro colegio pijo (no todos, que conste) nos acusaron de hacer trampas. Pero tengo que ir hacia atrás un año: se celebraba la primera edición del Concurso Hispanoamericano de Ortografía (ahora ya van, creo, por la XII edición). Las bases del concurso exigían pasar por tres fases: la fase escolar, en el centro, la fase provincial, la fase nacional… y de ahí al paraíso. En el momento en el que vi la convocatoria, empecé a calentar motores y a animar a mis alumnos poniendo a Cuba como destino, haciendo pasar por sus mentes el calor del Caribe, las playas de brisa amable, el encanto de La Habana… Iba destinado a los alumnos del último año de bachillerato.
Organicé la fase escolar realizando unas pruebas entre todos los alumnos. Los había muy buenos y estudiosos. Los había muy buenos y estudiosos e inteligentes. Y luego estaba Albano. Albano había pasado por el sistema anterior (el del BUP) y había repetido tantas veces que casi agota las hojas del libro de escolaridad. Solo la transición al nuevo sistema le permitió continuar. Ahora seguro que estáis pensando en un alumno díscolo, en un chico pasota, en un vago, en un malandrín, en qué se yo. Ninguna de estas cosas era Albano. Muy al contrario, se trataba de un chico muy inteligente y con una de las culturas más vastas e insospechadas para alguien de su edad. Albano barrió en la fase escolar con unos conocimientos prodigiosos.
Y el día de la fase provincial nos presentamos en el instituto Cardenal López de Mendoza. Llegábamos charlando y riendo con nuestras cosas (hay algo que siempre he valorado en Albano: siempre hemos sintonizado con un tipo de humor muy peculiar). Llegamos al claustro antes de entrar en la biblioteca y vemos a otros chicos, otras chicas, acompañados por sus profesores. Casi todos muy serios, erguidos, circunspectos. Los profesores con los brazos cruzados, preocupados por la tremenda responsabilidad que tenían, qué se yo. Cuando nos fuimos acercando, nos fuimos saludando (obviamente, conocía a muchos de ellos: era amigo de alguno de ellos, había coincidido mil veces en otras circunstancias, alguno incluso fue profesor mío en el instituto). Luego, tanto los chicos como los profesores miraron a Albano. De arriba a abajo. Despacio. Porque Albano no vestía ni bien ni mal. Simplemente, tenía una forma distinta —ni zaparrastrosa, ni macarra, ni provocativa, ni nada, solo distinta— de vestir. Todos los demás, especialmente los que pertenecían a colegios privados, iban muy monos, decentes y elegantes. Parecía que la ortografía entraba por los ojos en forma de pantalón de pinzas con la raya bien planchada, en forma de falda plisadita con la altura justa, con camisa o blusa inmaculada, con jersey de cuello redondo del color de moda en aquella época.
El concurso empezó y, mientras los alumnos hacían los ejercicios en la sala de la biblioteca, una compañera del Mendoza, estupenda profesora y persona encantadora, nos fue contando historias muy interesante de este edificio tan maravilloso (para los que no son de Burgos, es preciso apuntar que la parte noble es del siglo XVI). Fuimos a tomar un café después. Un cuarto de hora antes de finalizar el ejercicio, volvimos al instituto. Esperamos en el claustro. Salieron los chicos y el jurado empezó a corregir los ejercicios. Se mascaba un ambiente de nerviosismo y tensión, mientras Albano y yo hablábamos de los encantos de Cuba. Después de media hora, salió el inspector de educación que ejercía de presidente del jurado y proclamó el nombre del ganador, que no era otro que Albano. Primero hubo un momento de estupefacción entre los niños monos, que miraban a sus profesores sin comprender nada. Después, las naturales felicitaciones, besos y demás. No puedo extenderme más en estos momentos: Albano acudió a la fase regional, que no ganó por un pelo (en forma de una palabra ignota que una chica, bien adiestrada y competente, supo adivinar). Y ahí quedó la cosa, no sin antes recibir para nuestro instituto una porrada de libros en forma de premio que nos vinieron de perlas.
Al año siguiente se convocó la segunda edición del concurso. Albano había repetido curso y, por lo tanto, formó parte de los alumnos que hicieron las pruebas en nuestro instituto. Y, por supuesto, volvió a ganar. Nos tocó ir al instituto Cardenal López de Mendoza. La circunstancia fue tan parecida que puedo hacer un copia-pega: llegábamos charlando y riendo con nuestras cosas (hay algo que siempre he valorado en Albano: siempre hemos sintonizado con un tipo de humor muy peculiar). Llegamos al claustro antes de entrar en la biblioteca y vemos a otros chicos, otras chicas, acompañados por sus profesores. Casi todos muy serios, erguidos, circunspectos. Los profesores con los brazos cruzados, preocupados por la tremenda responsabilidad que tenían, qué se yo. Cuando nos fuimos acercando —y aquí se acabaron las similitudes y el copia-pega—, sus compañeros, monos ellos también ese año, miraron a Albano, que vestía, me imagino, con una réplica exacta de los ropajes que lucía el año anterior (ahora desvelo un detalle que creo que saben muy pocas personas: Albano vestía casi siempre igual, pero tenía muchas prendas diferentes a modo de réplica). Entre los profesores, en cambio, se produjo un movimiento extraño. Algunos cuchicheaban, empezaron a hablar unos con otros. Los representantes de tres colegios pijos hicieron una melé organizada de la que salió, en forma de balón, un portavoz que dijo: «Esto no puede ser, este chico es el mismo del año pasado. Esto es un fraude». En sus mentes de vidas previsibles, no podían concebir que un alumno que acudiese a ese concurso de mentes excelentes y memorias prodigiosas hubiese repetido curso. Cuando les comuniqué esta circunstancia de forma discreta y comedida, ellos pensaban que no era cierto, que estábamos haciendo trampas, que queríamos apear de la excelencia a su centro, que les arrebataríamos sus billetes de avión y estancia pagada a Colombia, los jugos bien mezclados en la barra del bar que habría, con toda seguridad, en un hotel de ensueño.
La cosa se calmó un poco. Mientras los alumnos hacían las pruebas, algunos compañeros nos fuimos a tomar un café con la profe del Mendoza. No estaba ninguno de estos compañeros que habían protestado, que me imagino que estaban indignados con una circunstancia tan inesperadamente inesperada, por lo que, en un ambiente relajado, yo les conté al resto (hasta donde les pude contar) cosas de Albano. Ya de vuelta al instituto, el presidente del jurado dijo el nombre del ganador, que fue una chica que ganó a Albano con solo un acierto de diferencia. Faltó un pelo
Y Albano y yo emprendimos nuestro viaje de vuelta a la realidad, a nuestro instituto. Y nos reímos del mundo, de la situación que nos tocó vivir, de los prejuicios y de la ortografía entre pantalones de pinzas bien planchados, entre faldas plisadas. Siempre a la altura justa. Hablaré más de Albano, que ahora es buen amigo. Siempre lo fue.
Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices.. Imagen de Turol Jones de la preciosa entrada del instituto Cardenal López de Mendoza.