Vuelvo después de unos días en los que no he podido contar historias de alumnos, aunque un contacto muy intenso con ellos a través de sus trabajos académicos y tutorías me ha dejado alguna anécdota que será necesario dejar apuntada para el futuro. Dejo aquí alguna palabra evocadora: empatía, desencuentro, revelación, firmeza, (mala) educación, chispa, gracia, ligereza, reflexión.
Hoy voy a escribir sobre el chico que me compraba caramelos Golia venciendo la tentación de hacerlo sobre alguien al que he recordado mientras desayunaba. Se trataba de un alumno crucial en un grupo de los que yo denomino mágicos: de repente, en una clase, hay un conjunto de alumnos con los que se establecen unos lazos estrechos de confianza para trabajar y progresar de maravilla. Tengo que hablar de ellos porque ahí se encuentra el chico que apareció de madrugada desnudo en una piscina, el chico que se apostó conmigo mil morenitos y los perdió, el chico al que dediqué una entrada cuando salió el último libro de la saga de Harry Potter o la chica que lo comprendía y todo lo explicaba con una sonrisa. Pero hablar de ese alumno que, después de unos años de profundidad, colaboración y yo creía que amistad se ha desvinculado por completo de esas conexiones me suscitaba demasiadas preguntas como para intentar abordarlas ahora que un potente rayo de sol entra por mi ventana.
La historia de hoy, en cambio, responde a esa luz potente que vivifica esta mañana de invierno. Los que no sois de Burgos no sois conscientes de que el frío, en nuestra ciudad invernal, se mezcla a veces con unos cielos azules y con unos destellos solares que hacen de las temperaturas bajo cero momentos de alegría. Es un frío que no se soporta, sino que se disfruta. Un momento atmosférico que, en el momento de salir a la calle, te hace inhalar con cautela pequeñas dosis de vida que luego dosificas entre el vaho de tu espiración.
Pero vayamos con Tomás. Tomás fue un chico que llegó al instituto en 3.º de BUP (1.º de bachillerato). Como ya he dicho en alguna otra ocasión, no era infrecuente que, por motivos diversos, recibiésemos en el centro a muchos alumnos en el últimos años de aquel Bachillerato Unificado Polivalente, una vez que se escogía entre «Letras» o «Ciencias».
Siempre he intentado algún recurso para acoger al «nuevo». Sin conocerlos todavía, siento lo que pueden sentir, situados en una clase en la que todos se conocen desde hace muchos años y en la que los lazos de unión entre muchos son muy estrechos. Durante todos aquellos años, seguí muchas estrategias, pero siempre había una común: crear un vínculo. No iba a contar uno de esos vínculos porque sé que me vais a poner a parir, pero ahí va: les ponía un mote. No exactamente un mote, sino que les llamaba de cierta manera. En este caso, Tomás se convirtió inmediatamente en Tommy. Sus compañeros enseguida entraban en el juego y, de ser alguien relativamente desconocido para todos, ese nombre nuevo vinculado al antiguo suponía un ritual de «bautizo» en el que alguien «nacía» en esa nueva fe de chicos maravillosos que ya serán, de verdad, sus compañeros. Para los más suspicaces, me veo en la obligación de decir que, al menor atisbo de molestia o sentimiento negativo por parte del afectado, restauraba su nombre de inmediato.
Otros vínculos se forjaban conociendo un poco más las costumbres de los chicos. En este caso, Tommy era un devorador compulsivo de caramelos Golia. Yo solía llevar algún caramelo en el bolsillo para aliviar la castigada garganta de alguien que se tiraba más de veinte horas semanales dando clase, pero un día se me habían olvidado y, como sabía que Tommy tendría recambios en su cazadora, le pedí uno de esos caramelos. La excepción se hizo rutina y, al entrar en su clase, lo primero que hacía Tommy era ofrecerme un caramelo, que yo aceptaba muy agradecido. Luego pasamos a las bromas de los supuestos efectos laxantes que conllevaba, al parecer, un consumo excesivo de esos caramelos, para acabar haciendo encargos a Tommy. Le pedía en muchas ocasiones el favor de que me comprase unos caramelos en la tienda de golosinas de la esquina. No era ninguna obligación, por supuesto, sino un favor que me hacía gustoso y que yo le agradecía ofreciéndole alguno de esos caramelos en clase. En muchas ocasiones, la invitación se hacía extensiva a otros de sus compañeros. Ahora que no nos escucha nadie, diremos que el consumo de «sustancias» tales como caramelos, chicles, regaliz y derivados estaba totalmente prohibido mientras nos encontrábamos dentro del recinto, pero yo tendía a saltarme esa regla un día sí y otro también.
Al poco tiempo, Tommy ya estaba totalmente integrado en clase. Era un tipo encantador, con una voz profunda y un corazón cargado de buenos sentimientos mezclados con una fina ironía, de esas que hacen sonreír un poco de lado. Compartíamos el baloncesto como una afición común y, como además era conocedor del baloncesto de los años en los que yo jugaba, debatíamos sobre jugadores antiguos y nuevos, comparábamos y establecíamos nuestras diferencias, gustos y preferencias.
Como se deduce de todo lo que comento más arriba, siempre tuve una gran simpatía por Tommy. A todo esto se añadía un poso de melancolía, un atisbo de sufrimiento que él escondía, pero que estaba arraigado en un hueco muy profundo que yo notaba y que no sabía identificar. Al margen de su carácter socarrón y sociable, Tommy, en los últimos tiempos, sufría. Al año siguiente, en su último año en el centro, ya avanzada la noche durante la fiesta de despedida que se celebró en una discoteca que ya no existe y que evidencia lo mayores que nos hemos hecho, Tommy me contó cuál era su problema, aquello que le hacía sufrir y que yo, evidentemente, no voy a contar aquí.
Me encuentro mucho con Tommy. Estudió en Salamanca, ahora tiene una niña encantadora, cuenta con un trabajo muy vocacional. Y coincidimos en muchas carreras. Porque Tommy, desde hace años, ha descubierto que correr es el mejor bálsamo para la mente, un momento de escape y un momento para la mejora. Un reto que espera siempre y que sobrevive a las lesiones y a los días en los que nos encontramos un poco más bajos. No son pocas las ocasiones en las que, entrenando, Tommy vuelve y yo voy, y viceversa. Por supuesto, ahora le llamo Tomás.
Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices.. Imagen de Ana Villar.