Historias de alumnas: la chica que decía continuamente «No, no me gusta»

Hay un grupo de alumnos de los que no he hablado hasta ahora. Se trata de los alumnos que acuden a las clases de español de la universidad. Normalmente, son alumnos de intercambio del programa Erasmus que necesitan lecciones de refuerzo o de profundización para desenvolverse de forma adecuada en las clases durante el tiempo que están en nuestra ciudad. Tengo con ellos una experiencia relativamente reciente, a la que he llegado después de unos cuantos años de formación. Siempre me había interesado el mundo del español como lengua extranjera y he de decir que es una dedicación sumamente interesante. Te encuentras, habitualmente, con un alumnado muy motivado y en un entorno de aprendizaje muy agradable. A fin de cuentas, el profesor de ELE entabla con ellos un vínculo que va más allá de lo lingüístico para adentrarse en lo social y en lo cultural.

En otras historias, hablaré de alumnos muy divertidos y simpáticos; también contaré anécdotas curiosas y que os harán esbozar una sonrisa. Pero hoy toca hablar de la chica que decía a todo: «No, no me gusta». Se trataba de una chica estadounidense que nunca estuvo muy vinculada con un grupo en el que había coreanos, italianos, brasileños, franceses y alemanes. Las clases habían empezado a finales de agosto con un calor infernal en las aulas y esta chica, a la que llamaremos Kate, que incluso había vivido en Alaska, se pasó tres días con un anorak abrochado hasta arriba. Ella creía que tenía un buen nivel de español, quizá confiada por haber chapurreado palabras con otras personas en su país, pero la verdad es que se enteraba de bastante poco. Un profesor de ELE tiene que contar con grandes dosis de paciencia. Más que mano izquierda, a veces necesita varios brazos izquierdos para capear imprevistos que podían surgir en las clases.

Cuando llegaba a la clase, todos me estaban esperando juntos en la puerta del aula, sentados a veces en el suelo, con una sonrisa y hablando entre ellos (a veces en inglés, a medida que avanzaba el curso en español). Todos menos Kate, que estaba sentada en un banco a diez metros de ellos. Naturalmente, yo hice todo lo posible para que se integrase en el grupo, pero resultaba ser una misión imposible. Kate miraba de forma esquiva, intentando rehuir todo contacto. Era obvio que le ocurría algo, pero no llegamos a saber qué.

Una de las estructuras que aprendíamos era «A mí me gusta…». Creábamos con ella una dinámicas sobre preferencias, gustos o aficiones que estaban muy relacionadas con la realidad de estos alumnos y que aprovechábamos para establecer comparaciones culturales con la cultura hispana. Un día les puse un anuncio publicitario que a todos les encantó. A todos menos a Kate, que ponía esa cara de pocos amigos que nos empezaba a resultar tan familiar y que creaba una tensión en la clase que yo intentaba evitar porque hacía que los compañeros se sintiesen incómodos. Le pregunté con una sonrisa: «¿Kate, te gusta?». Ella me contestó: «No, no me gusta». Y así ocurrió con todos los materiales imaginables. En los vídeos cortos sobre costumbres o historias curiosas, Kate decía «No, no me gusta». En las canciones (todo un surtido de variedades aptas para cualquiera), Kate decía «No, no me gusta». En unas recetas típicas de España o de México o de Italia o de qué sé yo dónde, le preguntaba si le gustaba esa comida y ella decía, claro está, «No, no me gusta».

Algunos compañeros se lo tomaban ya a broma, pero para mí resultaba un asunto muy serio. Además de alguna conversación al margen de los compañeros o con la única chica con la que se sentía un poco más cercana (lo cual era algo así como estar a kilómetros de distancia), procuraba por todos los medios que se involucrase. Un día, me enteré de que le gustaba el reguetón. Contraviniendo todo lo que tenía previsto, programé una actividad muy entretenida sobre cómo se escribe una canción de reguetón para finalizar con una canción de Daddy Yankee, al parecer su cantante favorito. La actividad previa tuvo como respuesta un «No, no me gusta». Cuando llegó la canción de Daddy Yankee, me volví asegurar de que era su cantante favorito. Ella dijo que sí. Yo me alegraba para mis adentros del triunfo, por fin. A los quince segundos de empezar el vídeo con la letra sobreimpresa, sonó el teléfono de Kate. Sin mediar palabra, Kate contestó al teléfono, se puso a hablar mientras recorría un pasillo de la clase que se me hizo eterno, abrió la puerta y se marchó. Ese día no volvió.

Como remate a la entrada, diré que me encontré por los recintos universitarios a Kate. Nunca me saludó (al parecer, tampoco a ninguno de sus compañeros de clase con los que tuve algo de relación). Un día de otoño en el que empezó a hacer frío de verdad, vi a Kate caminando lentamente con una cazadora liviana y sin abrochar. Ese día pensé: «Los caminos de Kate son inescrutables».

Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices.. Imagen de Quinn Dombrowki.


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