¿Os acordáis de aquellos boletines de notas del antiguo BUP, esos que tenían calificaciones de «Muy deficiente», en el que las notas venían acompañadas de una actitud, que podía ser «Excelente», «Buena», «Normal», «Deficiente» e incluso «Negativa»? En la parte de abajo, con asteriscos, aparecía una comparativa del alumno con el resto de la clase. Si no los tenéis en mente, no os preocupéis, es buena señal. Significa, simplemente, que soy relativamente jóvenes.
Para recuerdo de unos e información nueva para otros, ahí va uno de esos boletines, sacado de internet:
Tuve bastantes problemas con los empollones, estos boletines y la calificación de la actitud. Había unos cuantos alumnos que eran buenos estudiantes… y nada más que eso. Se dedicaban a sacar buenas notas, pero, en clase, siempre permanecían demasiado quietos, casi sin participar (a no ser que hubiese un estímulo en forma de punto positivo). Yo no tenía (ni tengo) nada en contra de los alumnos con buen expediente, por supuesto, pero sí con esos alumnos «adorno» que parecía que estaban en clase como de visita, en un tránsito tedioso, acompañados por el vulgo, es decir, sus compañeros. Recuerdo la primera vez que califiqué a una de esas alumnas con un sobresaliente acompañado de una D en actitud, es decir, una actitud pasiva. Recién incorporado al instituto, mis veteranos compañeros me decían que cómo se me ocurría, que qué había hecho la chica, que con ellos se portaba bien. Y no es que la chica se portase mal: la chica, simplemente, no se portaba. Se dedicaba a estar y esa dedicación, para los buenos o para los malos, merecía para mí una actitud pasiva.
Pero vayamos con la historia de hoy. No me hubiese acordado de esta historia si hace unos diez días no hubiese visto corriendo en un paso de peatones con el semáforo en rojo a Jonás. Jonás era un alumno de Filosofía en uno de mis primeros años en el instituto. Cumplía a rajatabla todos los requisitos para que le diesen el carné de empollón: mucho estudio y esfuerzo centrado casi exclusivamente en lo memorístico, y escaso interés y empatía por el resto de sus compañeros, a los que parecía menospreciar. Un servidor, que, aunque no lo parezca, es muy cumplidito, soportó con grandes dosis de estoicismo a Jonás. Al final, un sistema totalmente alejado de la evaluación continua le otorgaba de forma sencilla unas calificaciones elevadísimas. Como digo, no era Jonás una persona ni inteligente ni brillante, pero su elogiosa dedicación al estudio provocaba que sacase sobresalientes en casi todas las asignaturas (sí, os lo podéis imaginar, en todas menos en Educación Física).
Como digo, Jonás estaba en mi clase de Filosofía de 3.º de BUP y tenía escasas virtudes personales y una empatía casi nula. Pero lo le recuerdo especialmente por su caligrafía, horrorosa, alambicada, nerviosa, sucia, totalmente ilegible. No sé cómo podían corregirle los exámenes mis compañeros (quizás era la experiencia, no sé), pero yo era incapaz. Hice esfuerzos ímprobos en la primera y la segunda evaluación (la corrección era un acto casi de adivinación), pero en la tercera me cansé. Le iba a suspender porque su examen no se entendía, pero, sabedor de la que me iba a caer entre mis compañeros si suspendía al «listo», opté por una solución intermedia y conciliadora. Fui donde Jonás, le entregué el examen que me había hecho en la tercera evaluación y le dije que no había por dónde cogerlo, que no se podía leer. Que se lo llevase a casa el fin de semana y lo pasase a limpio («pasar a limpio», en ese caso, es la expresión más acertada y conveniente, desde luego).
Pasó el fin de semana, Jonás me entregó el ejercicio el lunes por la mañana con una sonrisa poco habitual en él y el martes por la tarde le dije que bajase a la sala de visitas. Le pedí el examen original, el pésimamente escrito, para archivarlo, pero me dijo que se lo había dejado en casa. «Nada, no hay problema», le contesté. Le dije que se sentase, le saqué el examen que me había entregado el lunes y le pedí, por favor, que me lo fuese leyendo. Jonás se quedó bastante extrañado. A fin de cuentas, si lo había pasado a limpio, no tenía mucho sentido esa lectura en voz alta. Empezó con la primera pregunta. Le dije que, por favor, se saltase dos párrafos y que leyese a partir de ahí. Así lo hizo Jonás mientras yo sacaba una copia del examen original de Jonás. El chico empezó a sudar y a tartamudear mientras yo le decía «Sigue, sigue». En un momento determinado, le dije que parase, que había una cosa que no comprendía: «¿Cómo es posible que en el examen original falten esos párrafos que me estás leyendo ahora?». «¿Ah, no están?, qué raro», me dijo él. «Sí, muy raro. Muy raro», le dije yo.
Resulta que Jonás, el alumno ejemplar, ese alumno serio y condescendiente, era un fullero. En vez de estar agradecido por la oportunidad de escribir el examen de forma que se pudiese leer, él optó por el fraude y la trampa. Reconozco que el viernes anterior, cuando estaba haciendo la fotocopia de ese original que ya suponía que no iba a ser devuelto, esbocé una sonrisa maliciosa.
En aquella tercera evaluación, Jonás sacó un muy deficiente. Le tenía que haber dejado la asignatura suspensa hasta septiembre por el embeleco en el examen, pero lo dejé pasar. No sé mucho más de Jonás. Si he de ser sincero, tampoco me importa. Solo me he acordado al verle hace unos días. Mientras pasaba corriendo el semáforo en rojo.
Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices.. Imagen de Álex R. F.
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