¿A cuántos alumnos he conocido a los que les encante bailar? Es una pregunta sencilla con una respuesta rotunda: no lo sé. Inmediatamente, me surge otra pregunta, para la que tengo dos respuestas. La pregunta es: «¿Tendría que saberlo?», para la que tengo dos respuestas simultáneas: «No» y «No sé, a lo mejor sí». La primera opción es evidente, así que no la desarrollaré. La segunda sería más digna de matices, sobre todo si la aplico a algún caso concreto. Recuerdo perfectamente a alumnos a los que les gustaba el fútbol, el baloncesto y el salto de trampolín; alumnos a los que les apasionaba el cine o la cocina; incluso, en el mundo de la música, alumnos chiflados por el acordeón, la guitarra, el piano o el rap. El interrogante sobre el baile me suele acuciar los fines de semana, cuando el equipo de baloncesto de mi ciudad, el San Pablo Burgos, juega en casa. En los tiempos muertos, entre las animadoras del equipo, está Susana.
Di clase a Susana en el instituto y en la universidad. Son ya unos cuantos alumnos los que han tenido el dudoso honor de aguantarme en el nivel educativo de secundaria y el universitario. En el caso de Susana, creo que fui su profesor en el instituto durante nada más y nada menos que tres años, para luego ser alumna mía cuando impartía clase de «Medios de comunicación y sociedad» en la (entonces) diplomatura de Educación Social. Creía que conocía bien a Susana, una chica que participaba en clase, que estaba siempre bien dispuesta a trabajar y asimilar lo aprendido. Pero, al verla bailar, estaba claro que no conocía absolutamente nada de Susana. Cuando la recuerdo, siempre lo hago con ella sentada. Con unos años más o con unos años menos, pero sentada. Sonriente casi siempre, a veces un poco más seria, pero sentada. Más o menos concentrada, pero sedente.
Los fines de semana, en cambio, veo a Susana saltar a la pista junto con sus compañeras al ritmo de la música, ejecutando una coreografía perfecta en la que ella se desenvuelve a las mil maravillas. Su cara esboza una sonrisa de felicidad suprema. Se nota que está disfrutando de ese momento, se percibe claramente que está hecha para bailar, para moverse, para desencadenar emociones rítmicas con su enorme talento. Es tan buena bailando que se nota incluso que tiene que contenerse, reprimir ese movimiento perfecto para ajustarse al ritmo de sus compañeras. Siendo ellas muy buenas, Susana es excelente y sobresaliente.
Y aquí viene la gran cuestión sobre la pertinencia de la pregunta que hacía al principio: ¿tendría que haber sabido que a Susana le apasionaba bailar? No sé cómo tendría que responder a esta pregunta en general, de modo absoluto, pero, cuando la veo a ella, pienso que sí, que, si hubiese querido conocer todas las dimensiones y capacidades de Susana, tendría que haber sido consciente, al menos, de su vocación de moverse como elemento primordial; de su necesidad de incorporar el ritmo en grandes dosis en todas las parcelas de la vida. ¿Cuántas veces no logramos entender bien a nuestros alumnos, no sacamos el máximo de ellos, por no saber algo más de las cosas que les apasionan?
Cierto es que las personas no somos siempre las mismas. Cada uno de nosotros tiene sus parcelas, sus ámbitos, sus limbos, a veces casi excluyentes, muchos de ellos voluntariamente escondidos. Pero hay ocasiones, hay que reconocerlo, que es imprescindible saber si un alumno sabe bailar.
Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices.. Imagen de Gustave Deghilage.