Esta es la primera vez en la serie en la que cuento una historia relacionada con un alumno universitario. Habrá muchas más, por supuesto, y con vertientes y variedades suficientes. Obviamente, la relación con los alumnos universitarios no es la misma que la que se mantiene en la educación secundaria. De alguna manera, en la educación secundaria conoces muchos más aspectos de los alumnos, te da tiempo a verlos desde muchas perspectivas y, en cierto sentido, tienes más oportunidades de llegar al fondo (o casi al fondo) de sus vidas.
La historia que cuento sucedió en los primeros años como profesor de universidad. Daba clase de «Análisis del lenguaje publicitario», una de mis asignaturas favoritas. Por primera vez, podía combinar y compaginar aquellas cosas sobre las que investigaba y sobre las que escribía con una pasión que me venía de lejos, ya desde pequeño, puesto que mi padre era creativo publicitario. Pero eso es otra historia que tendrá que esperar.
Como creo que sabéis, acuden a la universidad muchos estudiantes extranjeros con programas de intercambio. El curso en el que se ubica esta historia, acudieron unos cinco estudiantes mexicanos a mi asignatura. Tengo muy buen recuerdo de ellos: algunos de ellos buenos estudiantes (en concreto, dos alumnas brillantísimas), todos ellos muy educados, atentos e interesados en la materia. Bueno, no todos. También estaba el chico mexicano que leía el periódico.
Obviamente, el título de esta entrada no está suficientemente especificado y quiere jugar, en cierto modo, con la duda, la intriga y la indefinición. Me imagino que el resto de los compañeros también leía el periódico, lo mismo que otros alumnos que no eran mexicanos. Es probable que algunos se extrañen de mi fe en la lectura de prensa escrita por parte de los jóvenes, pero hay que subrayar que esto sucedió hace ya unos cuantos años y que, por aquel entonces, el periódico El Mundo repartía de forma gratuita cientos de ejemplares en mi universidad. A la entrada del aulario donde estaban los alumnos de Comunicación Audiovisual había un sinfín de periódicos y, lo primero que hacíamos todos, era aprovecharnos de la gratuidad para leer el periódico en nuestros ratos libres.
Esto de los ratos libres no se aplica al chico mexicano del que hablo, al que llamaremos Alfonso. En una clase de cerca de cien alumnos, él se sentaba al fondo de la clase. Jamás le vi sacar una carpeta, ni una libreta, ni unos folios en blanco. Jamás un bolígrafo o un lapicero. Lo único que hacía, al empezar la clase, era abrir el periódico, siempre atento a sus noticias y nunca a lo que yo decía. En una clase en la que hay tantas personas, suelen ser extraños los momentos de silencio completo, pero, de forma milagrosa, se abrían esos espacios de calma chica justo en el momento en el que Alfonso pasaba las páginas del periódico. También hay que decir que no lo hacía de forma delicada, sino que se deleitaba con el doblez del papel y se enfrentaba a la resistencia de la superficie del material con decisión y rudeza. En resumen, hacía un ruido del carajo.
Yo nunca le dije nada. Le miraba en muchas ocasiones con cara entre neutra y —digamos— amistosa, y él, cuando se daba cuenta, me devolvía la mirada sin hacer acuse de recibo de una posible intención implícita por mi parte. Pasaron las semanas y se acercaba el momento del examen (no estábamos aún en el Plan Bolonia y, por lo tanto, solo había que realizar un trabajo antes de la prueba final). Antes de nada, he de decir que, siempre que he tenido estudiantes del plan Erasmus u otros planes de intercambio, he intentado adaptarme a sus circunstancias. Cuando el idioma es distinto, por razones evidentes. Y, cuando el idioma es común, como era el caso, intentando comprender de qué tipo de estudios procedían (algunos llegaban desde Escuelas de Negocios) para ajustarme a sus necesidades. Eso sí, jamás les regalaba una nota, aunque les facilitase el camino. Es algo que todos los profesores hacemos en la universidad y que es fácil de comprender por cualquiera.
Pero Alfonso, entendiendo de prensa escrita como el más experto, dado su consumo intensivo de periódicos durante horas y horas, sabía poco de todo lo demás, empezando por la educación y acabando por el sentido común. Un día, unos diez días antes del examen, me dice, de forma un tanto brusca: «Escuche, profesor, que cuándo podemos hacer el examen». Yo le contesté lo único que podía contestarle: «Pues el día del examen, el 15 de junio». «Es que el día 15 de junio estoy ya en México, profesor». «¿Y cómo es que estás en México, si estás de exámenes, Alfonso?». «Es que tomé los boletos del vuelo hace unas semanas, profesor», me dijo. A lo que yo le pregunte: «¿Y cómo coges los billetes del vuelo antes de los exámenes, Alfonso».
Para ahorro de líneas y de paciencia por parte del lector, abrevio el diálogo diciendo que hubo otros muchos «Profesor» y otros muchos «Alfonso». Que a Alfonso se le fue mudando el rostro cuando vio que no iba a regalarle un aprobado que no se merecía desde ningún punto de vista (a todo esto, hay que decir que a ninguno de sus compañeros mexicanos les sucedió lo mismo, dado que cogieron los billetes, lógicamente, en una fecha posterior a los exámenes, salvo una de las alumnas, que me avisó con mucha antelación de sus circunstancias, me había realizado un trabajo excelente —Alfonso nunca entregó el suyo— y con la que quedé para hacerle el examen dos días antes de salir para México).
En ese momento, le dije a Alfonso algunas cosas sobre las clases, los exámenes, las normas elementales de comportamiento y la educación. Creo que no venían en ninguno de los periódicos que había leído durante cuatro meses.
Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices. Imagen de Pedro Ribeiro Simões.