Os hablaba el otro día de Noemí —la chica que leía con la voz de Emma Thompson— y dije que tendría más historias que contar. Hoy toca hablaros de su hermana, Nerea.
Nerea tenía un talento natural para muchas cosas. Era de esas alumnas que combinaba la facilidad para las Matemáticas con una sensibilidad exquisita para el Arte y para la Literatura. He de reconocer que me agradan los alumnos que escogen las letras por convicción y no por salir corriendo al escuchar palabras relacionadas con las derivadas, las funciones o los ejes de de abscisas y ordenadas.
Cuando tuve a Nerea en clase, su manera de comportarse obedecía siempre a un esquema parecido a este: estaba sentada un poco de lado, con la cabeza hacia abajo escribiendo algo (o, probablemente dibujando). Pese a lo que pudiera parecer, siempre escuchaba muy atentamente. Cuando tenía que intervenir o le preguntabas algo, siempre tardaba unas décimas de segundo más de lo esperado para hablar. No se trataba de vestigios de un pensamiento lento, sino, paradójicamente, de todo lo contrario: prefería esperar un instante para que su cabeza diese con la expresión más precisa, el pensamiento más elaborado. No se trataba de responder a lo que el profesor esperaba, sino responder de manera adecuada. Alternaba la cara seria inicial con una sonrisa que se alargaba, primero de manera indecisa para ver si yo estaba de acuerdo con la respuesta, segundo de manera más confiada cuando yo buscaba alguna razón para vacilarla un poco.
(Me doy cuenta de que hablo mucho de las sonrisas de las alumnos. Cuando quiero acordarme de la sensación que me transmitieron, siempre evoco su sonrisa. Es un recurso que no me falla. ¡Qué de sonrisas he vivido y vivo como profesor y qué significativas son! Inevitablemente, será algo que tendré que tratar como monográfico un día).
Decía que Nerea era reflexiva, quizás un poco retraída al principio (y solo al principio). Que no hablase a bote pronto no significaba timidez, sino la búsqueda de un espacio. A veces, un espacio de reflexión. A veces, un espacio para sí misma. Porque era inevitable, como profesor, pensar en qué estaría pasando por la cabeza de Nerea cuando hacía esos trazos sobre el papel. Celoso de la privacidad, nunca me acerqué para indagar qué estaba haciendo. La curiosidad nunca tiene que servir para invadir una necesaria privacidad, que en Nerea era el espacio de su creatividad, de la mente que volaba por todos los espacios.
Tuve a Nerea como alumna más de un curso, pero recuerdo de manera muy nítida las clases de Literatura Universal en bachillerato. La asignatura de Literatura Universal fue, durante unos años, un auténtico paraíso. Desde luego, lo fue para mí, pero creo que también lo fue para mis alumnos. Antes de que entrase como materia para las pruebas de acceso a la universidad, el profesor podía escoger a su antojo las lecturas que conformarían el programa. Entre esas lecturas, yo iba alternando unos libros fijos, que consideraba imprescindibles (Shakespeare, por ejemplo, siempre estaba presente). Y siempre sin libro de texto, por supuesto. El año de Nerea, decidí hacerles un regalo que consideraba único: la lectura de Moby Dick, que nunca habíamos abordado en la asignatura hasta entonces. Yo esperaba que disfrutasen hasta el infinito de la aventura interior y exterior que supone buscar enfermizamente un demonio fuera de uno mismo cuando ese demonio está alojado en nuestro interior. Pero el fracaso fue absoluto. Los alumnos siempre habían estado contentos con las lecturas elegidas, pero la montaña de mar y arpones se les hizo una galerna insalvable. Personalizo en Nerea ese «disgusto», aunque, como digo, era extensivo a toda la clase. Ella fue la que se atrevió a decir eso que yo considero tan valiente cuando se habla de una obra maestra: «Es que es un coñazo, de verdad». Yo estaba tan cegado buscando cachalotes en mi vida que no me daba cuenta de que —quizás— no era el momento de ser Ismael y dejar atrás la melancolía haciéndose a la mar y a la aventura. Lo intenté de todas las formas posibles, pero no hubo manera. Luego he leído en más de una ocasión que Moby Dick era una de esas novelas difíciles de digerir para muchos lectores… y ahí estaba yo, empecinándome en el error sin haber sido consciente de ello, sin haberlo previsto, yo que me las daba de listo.
Hablo de la obra de Melville y de la reacción de Nerea porque la considero muy significativa de su pensamiento: no aceptar nada por válido ni por establecido si no pasaba por su filtro de personal autoconvencimiento. Sin embargo, quizás fuese más significativa su pasión por Hamlet. Es una obra con la que siempre han disfrutado los alumnos, pero Nerea pienso que fue una de las personas que más jugo sacó a los personajes. En el fondo, Nerea siempre se ha tenido que debatir en esas dudas interminables, en esos debates interiores con los que comprenderse mejor a sí misma, con los que comprender mejor el mundo, con los que invitar y mostrar a ese mundo y a las personas que lo circundan cómo era ella y cómo se podía concebir el mundo de muchas maneras posibles de ficción y representación.
Nerea tuvo que pasar en esos años por dos trances horribles: la muerte de uno de sus seres más queridos y los problemas de salud de otra de las personas más cercanas de su familia y con la que Nerea mantenía vínculos indivisibles. Sin que ella lo esperase, en los años en los que hubiese podido echar a volar, a Nerea le tocó poner los pies en la tierra. Su madurez y su aplomo fueron admirables. No se resignó a vivir y conformarse con lo que había, sino que asumió perfectamente el papel que le tocaba. Estudió en la universidad una licenciatura propia relacionada con la Restauración (la artística, claro), curso y luego siguió con otros estudios relacionados con cuestiones artísticas y con la moda. Sin abandonar lo que le gustaba y le apasionaba, sí tuvo que madurar antes de tiempo y pautar sus pasiones para combinarlas con sus obligaciones.
A cualquier otra persona, esto le hubiese marcado para mal, pero Nerea es tan fuerte y tan inteligente que ha sabido construir una vida como le ha tocado vivirla. Para disfrutarla y sacarle el máximo jugo. Si la justicia divina hubiera existido, le hubiese ido estupendamente con una tienda de ropa online en la que vendía sus propios diseños, que eran originales y excelentes. Pero no hubo suerte. Nerea vive disfrutando de los viajes que le abren la cabeza y le insuflan aire nuevo y puro, de todas las notas musicales, personas y matices que ha descubierto en su trabajo actual, del afecto de todos los que le reconocen su esfuerzo y su valentía.
Iba a hablar del cariño inmenso que proceso a esa familia, a Noemí, a Nerea y a su madre, pero no va a ser hoy. Solo me gustaría acabar felicitando a Nerea por su reciente cumpleaños, que me ha chivado alguna de sus redes sociales. No le he mandado ningún mensaje porque quizás ella se acerque hasta el final de esta entrada para comprobar que no se me ha olvidado. Y espero que algún día se arme de paciencia, lea esta entrada que escribí hace un tiempo, coja Moby Dick y se lance de nuevo al mar de las palabras para vivir nuevas aventuras.
Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices. Imagen de Elisabeth Tonglet
.