No pensaba escribir tan pronto de Braulio, pero un comentario de mi amiga Ana, intrigada por el devenir del chico en COU me ha hecho replantearme el asunto y escribir sobre él por segunda y última vez.
De lo que dije ayer y de lo que comentaré hoy se puede deducir muy fácilmente que Braulio es un chico que no me caía demasiado bien y de ahí se pueden derivar varias reflexiones: que a los profesores, en efecto, hay alumnos que nos caen mejor que otros; y que, caigan como nos caigan, tenemos que realizar nuestro trabajo de manera imparcial. De forma más general, esto conduce a otra reflexión que abarca más y, por lo tanto, creo que es más interesante aún: como profesor, por mucho que lo intentes, nunca vas a llegar a todo el mundo ni vas a conseguir grandes logros con todo el mundo. Con mucha suerte, tu trabajo servirá de aliciente a unos pocos y será útil a otros más, pero siempre quedan todos a los que no llegaste, algunos más que no compartieron tu manera de ver las cosas, aquellos que no te comprendieron o a los que tú no supiste explicar bien las cosas.
Como decía ayer, Braulio era una persona que intentaba estar en todos los márgenes del sistema y, por lo tanto, intentaba beneficiarse del centro. De la misma manera que intentó saltarse la Educación Física sin saltar, intentó invadir el terreno del aula con bastante chulería y prepotencia. Creo que en esto soy bastante objetivo: yo era «el profesor novato» y él intentaba utilizar todas sus armas para aprovecharse de la que él creía que sería una circunstancia propicia para mostrar una seguridad que, desde luego, era solo aparente. Y ahí, en COU (el equivalente de 2.º de BACH), es cuando confundió la velocidad con el tocino.
Llamemos a la Educación Física «velocidad» y a la Historia de la Filosofía de COU «tocino». No por nada en especial, sino porque me parecía que quedaba bien como título y tenía algo de sentido. Braulio (y quizás alguno más en aquella clase) hizo una reflexión rápida: «el tipo este que daba Educación Física y que fue el gilí que me obligó a repetir me da ahora Filosofía. Y de Filosofía no tendrá ni zorra». Así que, desde las primeras clases, le dio por mostrarse falsamente participativo. No hacía preguntas, sino recriminaciones. No intentaba resolver dudas, sino que procuraba buscar inconsistencias y pasos en falso por mi parte. En suma, intentaba por todos los medios dejarme en evidencia.
Reconozco que tengo una propensión a que me cansen ese tipo de juegos desde el principio. Pero me dediqué, simplemente, a responder brevemente a sus «preguntas» y a aclarar todo lo que no estaba turbio. Lo que me resulta extraño es que él no se cansase pronto de ese juego y que lo alargase durante semanas. Él hablaba, yo le contestaba y agachaba la cabeza para apuntar algo (o hacer como que escribía, no sé). Las clases de Historia de la Filosofía no permitían muchas alegrías de tiempo: el temario era todavía mayor que el que tiene ahora en 2.º de bachillerato y se trataba de una clase de casi cuarenta personas a los que yo no solo tenía que preparar de forma adecuada, sino a los que tenía que intentar encender la chispa del pensamiento agudo, profundo y ágil. Poco a poco, me vi obligado a ser cada vez más cortante con Braulio. Creo recordar que un día, en una de mis contestaciones, fui un poco más explícito sobre el (sin)sentido de la pregunta. E insisto: no es que no recibiese de buen grado las preguntas genuinas e interesantes, sino que me negaba a proseguir ese juego tan poco inteligente de Braulio. No sé si fue esa contestación o que a Braulio le entró en la cabeza que, al parecer, yo sabía más de Historia de la Filosofía que lo que él pensaba (también contribuyó en gran manera las caras de hastío de buena parte de sus compañeros): el chico fue dejando cada vez más aire limpio en clase («No rompas el silencio si no es para mejorarlo», frase certera de Wittgenstein) y cada vez le tentaba más mirar la ventana para reflexionar sobre la res extensa y sus circunstancias.
Braulio no era tonto y aprobó. Y yo, sinceramente, me alegré un montón de no tener que volver a verlo.
Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices. Imagen de Erik Drost.