El primer curso que di clase de Filosofía en la educación secundaria fue un año mágico. Era mi segundo año en el instituto y ya conocía a la mayor parte de los alumnos por haberles dado clase de Educación Física. Como me informaron de que iba a impartir Filosofía con muy poco tiempo, me veía obligado a preparar las clases con poca antelación, de manera que trabajaba intensamente hasta bastante tarde o me levantaba de madrugada para intentar que todo saliese a la perfección. Nunca me he sentido más fresco y más vivo que en esa tensión tan placentera de prisa que no atenaza el cuerpo sino que lo vivifica.
Bueno, digo sensación placentera cuando pienso en las clases de Filosofía de 3.º de BUP (el equivalente a 1.º de bachillerato) y no tanto al rememorar el primer año de clase de Historia de la Filosofía en COU (equivalente a 2.º de bachillerato): mientras los grupos de tercero eran receptivos y estaban muy motivados, la primera clase que me tocó de alumnos de Historia de la Filosofía en el COU de Letras estuvo plagada de alumnos resabiados (y bastante poco preparados en general, todo hay que decirlo).
El caso es que llegaba como profesor novato, con todos los conocimientos teóricos y ninguna idea concreta de cómo llevarlos a la práctica que no fuera lo experimentado en aquel curso de adaptación pedagógica (el famoso CAP, transformado ahora en máster sacaperras y obligatorio para ejercer la profesión) que había realizado el curso anterior. Me empapé, eso sí, de libros sobre didáctica de la Filosofía, seguí el ejemplo, que he tenido siempre presente, el de Manolo, que fue mi profesor de Literatura y Filosofía cuando era estudiante (tendré que hablar alguna vez de él, claro) e intenté no hacer demasiado caso de algunos compañeros que me invitaban a ajustarme a lo establecido.
Como digo, fue un año magnífico, pleno en todos los sentidos. Las clases eran un territorio de retos y de debates, de ideas frescas que surgían cada día. El mérito, por supuesto, no era mío. Yo solo daba pie a provocar todas esas inquietudes que ellos tenían. Ese curso, quedé marcado para siempre por muchos alumnos que tengo grabados en la memoria. Habrá entradas más que curiosas dedicadas a un buen puñado de ellos. (Por cierto, yo que creía que esta serie iba a tener un recorrido relativamente corto, veo ahora que puede tener muchísima más extensión: a medida que voy escribiendo cada día, me vienen a la cabeza nombres que había olvidado, caras significativas, actitudes interesantes, anécdotas inolvidables. A todo ello —y a la ilusión con la que me leen muchas personas que participaron de aquellos tiempos o que participan de los actuales— es necesario darle salida).
Hoy voy a contar una historia relacionada con Juan Miguel, uno de mis alumnos más queridos. Es difícil olvidar esos ojos llenos de vida, esa voz llena de reflexiones pausadas, esos colores en las mejillas que demostraban que las ganas de vivir le sobraban a raudales, aunque a veces estuviese también cercenado por una extraña melancolía. Juan Miguel, dentro de una clase sobresalientemente participativa, siempre estaba dispuesto a dar un poco más, a elevar el nivel de reflexión, a discutir o matizar un concepto. Estaba en una clase de ciencias y tuvo pensado dedicarse a la ingeniería. De hecho, empezó los estudios de Ingeniería Técnica y, cuando estaba a punto de finalizarlos, decidió que no era lo suyo, que él quería dedicarse al mundo de las letras. Y, dando la vuelta a la inercia de aquellos tiempos y de estos, decidió estudiar Humanidades, donde coincidió con Anne, que también había sido alumna mía y creo también que con un famoso, apreciado y prestigioso escritor burgalés. Pero Anne tendrá su propia historia, y Anne y Juan Miguel tendrán su historia también.
Hoy toca escribir de Juan Miguel con la anécdota que adelanta el título de la entrada, pero la vida de Juan Miguel estaba entrecruzada con otros compañeros suyos, entre los que destaca Julio, que ahora es director de orquesta, y Octavio, que me ha solucionado mil y una veces problemas informáticos y del que adelanto que tenía un gato al que sacaba de paseo por la calle y que le seguía como un perrito diminuto. Tengo muchas ganas de contar una historia que me ocurrió con Julio y Juan Miguel, un día en el que estuvieron en mi casa para discutir cosas sobre el comentario de texto y en el que acabamos por diseccionar las canciones del último disco de Mecano (que, de hecho, fue el último disco de Mecano). Pero tendremos que esperar a otro momento.
Decía que Juan Miguel siempre destacaba en clase por reflexiones profundas y bastante poco previsibles. Su pensamiento era tremendamente original y no estaba mancillado por ideas preconcebidas. Por esa razón, alumbraba siempre los ángulos menos iluminados de lo que podría haber sido una clase llena de evidencias y de rutinas. Era, en suma, un motor generador de pensamiento fresco.
Un día, llegó a la sala de profesores el compañero de Matemáticas. Con una sonrisa autosuficiente, me comenta en plan confidencial que ha expulsado de clase a Juan Miguel. Yo quedé tremendamente extrañado porque Juan Miguel no era en modo alguno impertinente ni maleducado. Muy al contrario, siempre era respetuoso y calmado en sus intervenciones. El profe de Matemáticas me dijo, sin embargo, que era un listo, que siempre quería perder tiempo, que se ocupaba por preguntar por cosas inútiles. Como adelantaba en el título de la entrada, Juan Miguel lo único que hizo es levantar la mano en clase y preguntar por qué existían los números pares y los impares. Mi compañero, que estaba en el difícil trance de explicar las integrales, no podía siquiera imaginar lo genuino y auténtico que supone preguntarse por las cosas más simples.
De hecho, así recuerdo yo siempre a Juan Miguel, intentado comprender lo que otros nunca se han preguntado. Nunca creí que Juan Miguel fuese un listo. Muy al contrario, siempre he pensado que era muy listo. Y sensible.
Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices. Imagen de Sean McEntee.
Esta pregunta me ha recordado la última entrada que puse en mi blog «Cuentos para descontar», un fragmento de Richard Feynman en el que resalta cómo el conocer una cosa va mucho más allá del saber nombrarla:
https://cuentosparadescontar.blogspot.com/2015/08/miremos-al-pajaro-cita-de-richard-p.html
¡Con lo buena pregunta que es! Y vaya mala leche echar de clase a alguien solo por preguntar, encima con verdadero interés.
Gracias por las historias, Raúl, sigo poniéndome al día cuando puedo.