Desde que doy clase en la universidad, he tenido a un buen número de alumnos mayores que yo. Sin embargo, como es fácil de comprender, la distancia en edad con los alumnos de la enseñanza media era superior de forma regular, desde la distancia natural cuando comencé a dar clase respecto al grupo de alumnos veteranos (seis años) hasta los los nueve años de los alumnos que entraban en 1.º de BUP (el equivalente a 3.º de ESO). Sin embargo, llegué a dar clase a un alumno mayor que yo y a otros dos que tenían mi misma edad. Es fácil de entender que se trataba de personas con unas circunstancias vitales muy especiales. Ismael destacaba entre todos los demás, como vais a tener ocasión de comprobar.
Ismael llegó al centro de secundaria donde yo daba clase en primero de BUP, aunque no llegó a ser mi alumno hasta un año después. Accedió a la enseñanza secundaria después de haber hecho la mili y era auténticamente curioso ver a un tipo hecho y derecho, con barba de cuatro días, entre jovenzuelos de 14. Pese a la distancia de edad, Ismael no era un tipo que se aislase de sus compañeros. Llegaba al centro y, cuando se iba encontrando con algunos en la larga cuesta, se iba juntando con ellos y hablaban de sus cosas de clase. Pero, claro, también hablaba con ellos de todas sus experiencias vitales… y la de la mili era la menos extravagante de todas. Todavía tengo grabadas las caras de asombro, susto y admiración de sus compis al escuchar las experiencias de Ismael, totalmente fuera de su alcance.
Ismael era un chico auténticamente encantador. Extrovertido, sincero, de habla fácil aunque con cierto tono afectado y pijo. Como decía más arriba, yo le conocí en 2.º de BUP (4.º de ESO), cuando le di clase de Literatura y seguimos viéndonos al año siguiente en 3.º, como alumno de Filosofía (1.º de bachillerato). Pese a que académicamente no era una persona muy potente, su madurez le ayudaba a superar casi todas las asignaturas de forma relativamente cómoda. Daba gusto escucharle cuando participaba en clase, aunque era muy dado a salirse de los temas que se trataban para salirse por la tangente, aunque hay que reconocer que esa tangente era auténticamente divertida. Tenía unas opiniones muy poco convencionales y no era habitual encontrarse en un centro educativo de secundaria de provincias con personas con un horizonte vital tan extenso y pronunciado. A poco que te descuidases, una clase que empezaba con las teorías racionalistas y empiristas sobre el conocimiento podía acabar con las tendencias musicales y de la moda en Londres o en Nueva York.
Porque, en efecto, Ismael era un chico apasionado por el mundo de la música y de la moda. Vestía con un gusto muy especial y todo le quedaba bien. Sin ser empalagoso, elegía su atuendo de forma desenfadada (hoy alguien emplearía la palabra casual), pero pulcramente estudiada: combinaba, por ejemplo, un elegantísimo jersey de lana negro de cuello alto con unos pantalones vaqueros en los que sobresalía (en todos los sentidos del término) un cincurón de Moschino. En los momentos de aburrimiento, sus cuadernos se llenaban de bocetos y diseños (quería dedicarse al mundo de la moda) y estaba al tanto de las tendencias musicales más vanguardistas. Gracias a él, descubrí la música de Moby, comentábamos la evolución de los Pet Shop Boys y adorábamos el «Blue Monday» de New Order en todas sus versiones.
El año de 3.º de BUP en el que, como decía antes, yo le daba clase de Filosofía, llegó una de las anécdotas más divertidas en mi paso por la enseñanza secundaria. Llegó a la sala de profesores el profesor de Educación Física con un enfado monumental. «Joder, el Ismael de los cojones, que se ha negado a hacer Educación Física hoy», decía. Cuando le preguntamos por qué no quería hacer Educación Física, todos nos temíamos lo peor, que era lo mejor: siempre que se trataba de Ismael, había una historia pintoresca o desternillante detrás. «Pues que tocaba hacer unos ejercicios de suelo en el gimnasio y él se ha negado. Dice que se le manchaba el chándal de Versace, manda huevos». Aunque no dije nada en voz alta, yo entendía (no disculpaba) a Ismael y me moría de risa pensando en Ismael: el suelo de la sala siempre estaba demasiado sucio. Y el chándal inmaculadamente blanco que llevaba era maravilloso.
En los tres o cuatro años que pasaron desde que Ismael dejó el instituto, me lo encontré varias veces. Había pasado una temporada en Madrid, luego se marchó a Bilbao. Charlábamos un rato en el que lo pasábamos muy bien cuando me iba contando todas sus peripecias vitales. Desgraciadamente, luego le perdí la pista y hace muchísimo tiempo que no sé nada de él. Pero siempre que pienso en Ismael, como con la historia que os cuento hoy, me lo imagino con el chándal de Versace, impoluto, divertido y genial.
Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices.