Después de una semana escribiendo de forma motivada y causada por algo mucho más poderosa que el azar, esta tarde lo hago libre, sin ninguna razón, fuera de orden y medida. Que el cuerpo me pide quimera, ensueño y desvarío.
No te preocupes por los vaivenes de las cosas, no te preocupes por lo poco preocupante. Fíjate cuando tengas los nudillos blancos de tanto presionar con el alma todas las situaciones. Atiende a esas palmas sudorosas, que frotas de manera ansiosa cuando te pierden los nervios. Observa con distancia un dolor de cabeza que no es sino el reflejo de un hueco en tu corazón. No pierdas de vista los ojos cuando centellean o cuando se resecan, los párpados cuando caen sin sueño, las lágrimas cuando se derraman sin delirio. No busques donde no hay, no te resignes y no pienses demasiado. Lanza palabras mientras puedas, sonríe mientras lo permita tu habitual tristeza (mal disimulada casi siempre). No esperes a que la mierda te llegue hasta el cuello y empiece a invadir peligrosamente la comisura de los labios. Llegará un momento en el que tu cuello no admita más prolongaciones.
Siempre que quieras pelea, aprovecha para luchar contra tus vacíos, interminables. Intenta conquistar cada hueco de su corazón. Lanza los retos al cielo como un pañuelo vaporoso que cae despacio y mecido por los elementos. No esperes a medianoche para recoger las llamas encendidas del paraíso. Permanece cerca para estrechar una mano, para comenzar una guerra contra las puertas y las paredes. Respira hondo en los intervalos, aprovecha las mesas y ten cuidado con las pinturas. Encuentra tus fantasmas en su reverso, estalla en cada tormenta y no te detengas. Utiliza tus piernas, tus brazos. Puede que las estrellas sean una luz artificial y que, en el horizonte, el muro parezca de ladrillo. Pero queda el cabello enredado, la miel y la sonrisa.
Y, sobre todo y ante todo, pierde la compostura.
(Imagen de Kai C. Schwarzer).