Dios los cría y ellos se juntan. Ocurre con frecuencia en la enseñanza: hornadas de clases alborotadas y habladoras, secuencia de empollones demasiado serios en pocos metros cuadrados… y grupos de personas sensacionales con los que uno se encuentra auténticamente a gusto. He tenido la suerte de disfrutar en varias ocasiones de una clase en la que coincidían un grupo de alumnos con el que todo era posible.
La historia de Lucía se enmarca en una clase de ese tipo. Algunos de sus compañeros tendrán, de forma más que merecida, su propia historia. Juntos vivimos muchos grandes momentos que, cuando sean aquí reflejados, harán asaltar las dudas sobre si todo lo que cuento aquí es cierto. Ellos y yo sabemos que, aunque se traspasen todas las fronteras de la verosimilitud, las cosas ocurrieron (más o menos) así.
Pero presentemos la historia de hoy. Lucía era una chica introvertidamente extrovertida. Cualquiera que la conozca poco diría que estoy loco si la considero introvertida, pero cualquiera que haya convivido con ella sabe perfectamente a lo que me refiero. La clase en la que estaba Lucía era maravillosamente participativa. Les di clase en varios cursos y me aguantaron en clases de Filosofía y de Literatura. Amiga del chascarrillo fácil pero también de una ironía aguda, decidí asignar a Lucía siempre un papel en las lecturas de obras de teatro que hacíamos en clase.
Hago un inciso muy breve: cualquiera que dude del poder de la literatura en la enseñanza media solamente tiene que acudir a la lectura colectiva y explicada de obras dramáticas para comprobar cómo la fuerza de la ficción llega a los alumnos. Ya hablaremos de ello, si tenemos ocasión.
Decía que Lucía siempre tenía un papel en las obras que leíamos. De forma casi automática, ella sabía que le tocarían papeles que entraban en los registros de Gracita Morales. Bueno, no exactamente del registro de Gracita Morales, sino en el tipo de personajes que representaba la actriz española. Empezó, por supuesto, haciendo el papel de criada en obras de Lope o Calderón y acabó por formar parte memorable de las lecturas de Tres sombreros de copa en los que, aunque fuera primerísima hora de mañana, nos moríamos de risa. No solo hacía gracia en la interpretación de su papel, sino en los comentarios que realizaba sobre él. Lucía sabía (sabe) reírse de sí misma y todos sabemos que los que saben reírse de sí mismos se conocen mejor que todos los demás.
Lucía era la persona perfecta en el engranaje perfecto de un grupo de amigos dispuestos a disfrutar de la vida sublimando lo que significa aprender y, por lo tanto, mejorando lo que significaba enseñar. En esas clases, reflexionábamos sobre lo más bajo y sobre lo más excelso porque ellos nunca se conformaban con haber llegado al final. Siempre querían más, siempre daban una interpretación más, siempre hacían un esfuerzo generoso consigo mismos y con los otros para ser mejores.
Como es habitual, tengo que dejar muchas cosas sobre Lucía y aquellos años para otro día. Sí tengo que decir que estudió fuera de Burgos, que siguió haciendo teatro como aficionada (muchas veces, le dieron papeles para los que ella estaba predestinada). Incluso acabó con una pierna rota en extrañas circunstancias que nunca me ha sabido aclarar.
Cuando acabó la licenciatura, Lucía sintió un vacío que no sabía llenar en este país que no siempre da facilidades para explotar el talento de los que lo tienen y decidió marchar a Chicago para dar clase en un colegio. Al principio, despotricaba contra un sistema de enseñanza en el que acabó sintiéndose cómoda porque era exigente. Su experiencia en Estados Unidos le llevó a explorar el mundo y a sí misma. Al cabo de unos años, cuando el proceso de introspección finalizó, decidió regresar. Creo que Lucía, que echaba mucho de menos lo que dejó cuando se fue, también echa mucho de menos cosas de allí ahora que ha vuelto, enredada en el injustísimo juego de las interinidades.
Lucía, desde hace muchos años, ha pasado a formar parte del reducido grupo de personas a las que considero amigas. Me ha salvado mil y una veces del infierno los abstract con sus traducciones. Nos hemos tomado muchas cervezas con otros compañeros de aquella época para hablar de lo de ahora y de lo de entonces (tenemos, por cierto, una pendiente).
Yo he aprendido tantas cosas de personas como Lucía que solo puedo soñar con seguir intentando desbrozar cosas de mí y procurar entregarme (yo, que soy tan tímido, reservado y distante casi siempre) con lo poco que sé, con lo poco que soy, para que se me pegue todo lo bueno que me han dado personas como ella.
Se me olvidaba: como he dicho, Lucía volverá a aparecer en estas historias, con este o con otro nombre, pero también estará presente su hermano, que también fue alumno mí, al que también considero mi amigo. Una de las personas cuya historia merece la pena contar. Pero eso será otro día. Pero ahora, cuando en Chicago hace tanto frío, tocaba hablar de Lucía.
Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices. Imagen de Vynz100.