Durante unos poquitos años, di clase de una asignatura llamada «Introducción a los medios de información y comunicación». Se trataba de una asignatura de las llamadas «de iniciación profesional» que se impartía en 4.º de ESO. Cualquier alumno podía escogerla, pero era obligatorio que la cursasen todos los alumnos de la denominada «Diversificación curricular» (sin enrollarme mucho —y simplificando mucho también—, diré que era un sistema diseñado por el ministerio para aquellos alumnos que se preveía que no podrían obtener el título por la vía convencional y necesitaban un programa específico de asignaturas junto con otras asignaturas que hacían con el resto de sus compañeros).
Para todo aquel que no esté familiarizado con aquel sistema y para el lector que no conoce los entresijos de la enseñanza, seguro que le viene alguna palabra demasiado fácil y simplista para denominar a ese programa de «Diversificación curricular». La «Diversificación curricular» acogía una variedad incontable de circunstancias singulares y de particularidades personales y sociales que no se pueden juzgar si no es para equivocarse de medio a medio.
Bueno, a lo que íbamos. Decía que la asignatura de marras se llamaba «Introducción a los medios de información y comunicación». El diseño de la asignatura acogía contenidos relacionados con los medios de comunicación, con el ámbito de la informática aplicada y con los medios audiovisuales. Como indicaba más arriba, era una asignatura escogida de forma libre por muchos alumnos y obligatoria para los alumnos de Diversificación.
A la hora de dar una asignatura como esta, uno tendría la tentación de hacer las cosas de manera facilona, pero yo me planteé justamente lo contrario. Desde luego, tenía que ser una materia esencialmente práctica en la que los contenidos se asimilasen «haciendo». Pero eso no significo para mí, en ningún momento, plantear una asignatura de perfil bajo. Los alumnos, por ejemplo, realizaban blogs (en el momento en el que los blogs estaban empezando). Y cuando digo que realizaban me refiero a que no solo los creaban en una plataforma, sino que incluso modificaban las plantillas introduciendo código, por poner un ejemplo.
Pero el bloque en el que yo, como docente, me planteaba un auténtico reto era el dedicado al cine. Hablábamos de cine analizando las breves secuencias de los Lumière, descubriendo todos los trucos (nunca mejor dicho) de Meliès, riendo y llorando con Chaplin… Aprendíamos con ejemplos todo lo referente a planos, angulación de cámara, tipos de montaje y un largo etcétera. Mi reto era que, salvo excepciones, pudiesen descubrir el cine desde sus principios y que no se resignasen a los prejuicios que tenían sobre las películas en blanco y negro. Y he de decir que, pese a la reserva inicial, lo íbamos consiguiendo.
Además de analizar fragmentos breves, todos los años veíamos una película completa. Alguna vez tocó Hitchcock. El año que comento, vimos Con faldas y a lo loco, de Billy Wilder. Era un visionado en el que nos deteníamos para analizar muchos elementos y en el que les llamaba la atención sobre algunos aspectos que no eran muy evidentes si no se atendía a los detalles. Ellos también realizaban observaciones sobre lo que veían. En el caso de esta película, más o menos hacia la mitad, fui dejando, poco a poco, disfrutar de la historia sin pararla demasiado.
Nunca me ha gustado ejercer de profesor vigilante así que yo estaba en primera fila y no podía ver sus reacciones, a excepción de algún comentario en voz alta y, por supuesto, muchas risas. En principio, muchas más de las que esperaba. A veces llegué a tener la duda de si exageraban para dar la nota. Llegamos al «Bueno, nadie es perfecto» y hubo un segundo de silencio en los que me temí lo peor. Tras ese segundo muy tenso para mí, hubo un aplauso espontáneo y prolongado. Estos alumnos, educados en un contexto en el que el cine clásico es algo raro y viejo, valoraban con reverencia y respeto lo que habían descubierto como una obra maestra. Ellos, claro, lo decían con otras palabras: «Cojonuda, tía, vaya peli». «El tío este era un genio» (subrayo que también hacían menciones al director, a ese ser genial que no se ve, pero que ellos habían descubierto casi por primera vez).
Me levanté de la silla, me puse frente a ellos y me puse a aplaudir también con ellos. Pocas veces he sido más feliz dando clase que en ese momento.
Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices.