Comenzaba ayer con una historia que acababa bien, pero, en la enseñanza, no todo es maravilloso ni los profesores somos ejemplos de hacer las cosas perfectamente. La historia de hoy es de las primeras que puedo contar como profesor de Literatura en 2.º de BUP. No era mi primer año como profesor en el centro, pero sí mi primera experiencia en una clase de Literatura (para todos aquellos que solo hayan vivido el sistema de la ESO y el Bachillerato, hay que recordar que durante el BUP y el COU la Lengua y la Literatura eran asignaturas independientes).
Entré en aquella clase por primera vez y, sin haber hecho yo nada relevante, tenía a Sandra, una chica de ojos claros y luminosos, entregada a la causa de la Literatura. Adoraba leer por encima de todas las cosas. Esta pasión era desaforada y desbordada, de manera que Sandra suspendía el resto de asignaturas y sacaba siempre sobresalientes en mi asignatura. Aquí fue cuando empecé a ver el lado oscuro de los claustros de profesores: los profesores «de toda la vida» y algunos de los que no eran de la vieja escuela por promoción, pero sí por devoción, no podían comprender que alguien no se enfrentase a una disciplina como materia, sino como pasión y que, por lo tanto, todo aquello que no le gustase se la traía al pairo. Tuve escuchar mil y una veces cosas como «No puede entenderse que alguien sea malo en todas las asignaturas y sea bueno en la tuya» (eso solo podía explicarse y aplicarse a las clases de Educación Física, por lo visto).
Ese traérsela todo al pairo, luego fui descubriéndolo, tenía un origen más profundo y complejo que nunca llegué a conocer con pelos y señales. Aquí nos encontramos ante la difícil frontera entre alumno y persona, persona y alumno, que a veces es difícil de matizar y de la que hablaré al final de la entrada. En una asignatura en la que se estudiaba la Literatura desde la Edad Media hasta el siglo XX, Sandra era la que hacía los comentarios más atinados, las observaciones más profundas, la que leía lo recomendado y todo lo demás. La que siempre traspasaba los límites de la materia para bien y los sublimaba. Ella quería por todos los medios sacar un diez redondo y yo bordeaba siempre sus anhelos y le ponía un más que injusto 9,75 alegando que nadie es perfecto. Lo cierto es que ella se acercaba a la perfección, pero, como profesor, creía que tenía que ponerle siempre una meta más exigente.
Naturalmente, yo intenté muchas veces que Sandra pudiese llegar a un equilibrio entre su gozo por la Literatura y su aprovechamiento académico. Me movía entre el profesor que goza con el placer de sus alumnos y el profesor que sufre y lucha para que los alumnos aprovechen sus años de formación y puedan salir adelante lo mejor posible.
En la tercera evaluación, llegamos a La Regenta. Quiero apuntar que hoy, quizá, pueda extrañarnos que se produjese algo similar en 4.º de la ESO, con la Literatura como reducto de unas pocas líneas de cada autor y escasa profundidad. Decía que estábamos leyendo fragmentos de la obra de Clarín. Le tocó leer a Sandra y llegamos al momento en el que Ana Ozores se ve necesitada de afecto, en el que se aprecian sus carencias afectivas, en el que se aprieta a la almohada para asirse a algo blando y que le aporte ternura. Sandra lo leyó con tanta sensibilidad que se creó un silencio sepulcral en la clase, en la que todos teníamos los pelos de punta. A más de uno le entraron ganas de llorar.
Podría contar muchas cosas más, pero no me quiero alargar en exceso. Como decía, algunas evidencias, comportamientos y cosas medio dichas daban a entender que Sandra pasaba por unos momentos muy difíciles desde el punto de vista personal. Era de Galicia y vivía en una residencia de monjas y, no sé por qué —o no lo quería saber—, ella no se encontraba feliz. Un día (yo vivía aún en casa de mis padres: era un pipiolo de 24 años), Sandra llamó al telefonillo de mi casa a todo llorar diciendo que bajase, que necesitaba consuelo, que tenía problemas y que precisaba de ayuda. El miedo a involucrarme más de la cuenta en una historia personal de una alumna me hizo contestar con cierta dureza. Le dije que yo era su profesor, no su amigo. Que no podía llegar a solucionar los problemas de todos porque me volvería loco. Ignoré sus lágrimas y su petición de ayuda y colgué.
No es necesario decir que, a partir de entonces, se rompió toda la magia. Sandra había vuelto a la triste realidad y comprobaba que la Literatura era una asignatura más, que yo era una persona más (o peor, la persona más arisca y menos comprensiva del universo). Y yo, ahora, tantos años después, sigo lamentándome casi de continuo por no haber respondido de forma adecuada a su petición de ayuda. Quizá, con un poco de suerte, lea esto y me pueda perdonar.
Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para salvaguardar el secreto profesional.