La vida tiene rotos y descosidos, fracturas y desgarros. ¿Quién no tiene el corazón hecho trizas por mil trescientas cuarenta y siete razones? Los adalides del optimismo sin reparos nos invitan al olvido o a la reparación perfecta, a la expiación sublime o a la reforma sin fisuras, pero los expertos en rotos, fracturas y desgarros sabemos que una restauración inmaculada no es posible lejos del país de la utopía.
Por eso, tenemos que tener en cuenta el kintsugi, una bellísima técnica japonesa para reparar los objetos de cerámica que se han roto y que, utilizada como metáfora, nos ha de ser muy útil para todos los aspectos de nuestra vida.
Cuando algo se rompe —cuando algo se nos rompe— tenemos la posibilidad de dejar los pedazos abandonados hasta que un arqueólogo de las cosas o de las almas los catalogue, podemos recoger esos restos y tirarlos a la basura. Habrá quien intente comprar un objeto nuevo. El manitas intentará arreglar el destrozo para que no se noten las consecuencias. Como nada (ni nadie) es ajeno a la segunda ley de la termodinámica, ninguno de estos métodos es perfecto. Porque lo abandonado no se recupera nunca del todo. Porque lo desechado nos persigue en el recuerdo. Porque lo nuevo no sustituye de forma perfecta. Porque no hay quien consiga el arreglo inmaculado.
El kintsugi, decíamos, aprovecha las grietas de las cosas y de la vida. Esta técnica artesanal japonesa consiste en reparar esas grietas y pedazos con un barniz de oro. La cicatriz, de este modo, permanece plenamente visible y manifiesta. Las cosas (y las almas) dejan bien a la vista de todos los destrozos del tiempo y los subliman. En nuestras vidas, lo imperfecto adquiere ahora el rango de perfección gracias al mejor ejemplo de resiliencia.
Como nos dicen en el artículo de El País, lo roto e imperfecto alcanza tal grado de belleza que es más buscado y cotizado que el objeto original, sin mancha pero menos completo. Porque las heridas de la vida y de las cosas quedan a la vista para enseñarnos que la cicatriz significa superación.
Nuestra naturaleza es frágil, nadie lo duda. Somos vulnerables, es evidente. Valorar lo que se (nos) rompe nos ayuda a saber que, en el fondo, somos irreemplazables. Eso sí, el kintsugi requiere un largo proceso para que todo encaje bajo ese nuevo prisma, para que la paciencia se haga sólida y brille. Más allá de lo nuevo, más allá de lo de antes.
La imagen es de Diego Mir.