Creo que todos conocemos a personas que utilizan las redes sociales como (casi) único elemento de socialización. Al menos, últimamente da esa impresión. Aunque las redes tengan ese «apellido» (sociales), deberíamos ser plenamente conscientes de lo que representan. Que sí, que son útiles, que sí, que acercan a lejanos y aproximan a desconocidos para lo bueno… y también para lo malo.
Que quede claro que yo también exploro y dedico un tiempo a las redes. También quedo atrapado durante un tiempo en sus encantos. Pero, en cuanto escucho una melodía peligrosamente armónica y seductora, intento vencer inmediatamente el hechizo. Y, desde luego, jamás se me ocurre lanzarme por la borda para entregarme a lo desconocido, por muy atractivo que pudiera parecerme.
Me sorprende y me inquieta esa dependencia de las redes, ese decantarse únicamente por una opción que, tomada de forma exclusiva, es (creo) destructiva y decadente. Y cuando no me sorprende y me inquieta, a veces lo que siento es pena por ese lanzamiento de un mensaje en una botella para que alguien se sienta rescatado del naufragio de su vida con un «me gusta», un retuiteo o una mención; lástima por ese conocimiento lateral con apariencia de profundo.
¿Por qué no nos dedicamos a vivir, a respirar el aire puro del campo o el impuro de las ciudades y no solo el aire conducido a través del cable de fibra óptica o las redes inalámbrica? Al menos, como en la película de Spielberg, desconectad los martes y los jueves.
La imagen es de philHendley